La abolición del trabajo

Nadie debería trabajar.

El trabajo es la fuente de casi toda la miseria en el mundo. Casi todos los males que puedas mencionar provienen del trabajo, o de vivir en un mundo diseñado para el trabajo. Para dejar de sufrir, tenemos que dejar de trabajar.

De: La Abolición Del Trabajo por Bob Black

jueves, 2 de septiembre de 2010

.........................INTRODUCCIÓN.......................

LA CIGALE ET LA FOURMI

La Cigale, ayant chanté
Tout l'été,
Se trouva fort dépourvue
Quand la bise fut venue :
Pas un seul petit morceau
De mouche ou de vermisseau.
Elle alla crier famine
Chez la Fourmi sa voisine,
La priant de lui prêter
Quelque grain pour subsister
Jusqu'à la saison nouvelle.
"Je vous paierai, lui dit-elle,
Avant l'Oût, foi d'animal,
Intérêt et principal. "
La Fourmi n'est pas prêteuse :
C'est là son moindre défaut.
Que faisiez-vous au temps chaud ?
Dit-elle à cette emprunteuse.
- Nuit et jour à tout venant
Je chantais, ne vous déplaise.
- Vous chantiez ? j'en suis fort aise.
Eh bien! dansez maintenant.

 Jean de la Fontaine


LA CIGARRA Y LA HORMIGA

Cantando la  cigarra
pasó el verano entero,
sin hacer provisiones
allá para el invierno.
Los fríos la obligaron
a  guardar el silencio
y acogerse al abrigo
de su estrecho aposento.
Vióse desproveída
del precioso sustento,
sin moscas, sin gusanos,
sin trigo y sin centeno.
Habitaba la hormiga
allí tabique en medio,
y con mil expresiones
de atención y respeto
le  dijo: "Doña  Hormiga,
pues que  en vuestros  graneros
sobran  las provisiones
para vuestro alimento,
prestad alguna cosa
con que viva este invierno
esta triste cigarra
que,  alegre en otro  tiempo,
nunca conoció el daño,
nunca supo temerlo.
No dudéis en prestarme,
que fielmente prometo
pagaros con ganancias,
por el nombre que tengo."
La codiciosa hormiga
respondió con denuedo.
ocultando a la espalda
las llaves del granero:
"¡Yo prestar lo que  gano
con un trabajo inmenso!
Dime, pues, holgazana:
¿Que has hecho en el buen tiempo?"
"Yo —dijo la cigarra—.
A todo pasajero
cantaba alegremente,
sin cesar ni un momento.
¡Hola! ¿Con que cantabas
cuando yo andaba al remo?
¡Pues ahora que yo  como,
baila, pese a tu cuerpo!

Felix María Samaniego


ME LO DECÍA MI ABUELITO,


Me lo decía mi abuelito,
me lo decía mi papá,
me lo dijeron muchas veces
y lo olvidaba muchas más.

Trabaja niño no te pienses
que sin dinero vivirás.
Junta el esfuerzo y el ahorro
ábrete paso, ya verás,
como la vida te depara
buenos momentos. Te alzarás
sobre los pobres y mezquinos
que no han sabido descollar.

Me lo decía mi abuelito
me lo decía mi papá
me lo dijeron muchas veces
y lo olvidaba muchas más.

La vida es lucha despiadada
nadie te ayuda, así, no más,
y si tú solo no adelantas,
te irán dejando, atrás, atrás.
¡Anda muchacho y dale duro!
La tierra toda, el sol y el mar,
son para aquellos que han sabido
sentarse sobre los demás.

Me lo decía mi abuelito
me lo decía mi papá
me lo dijeron muchas veces
y lo he olvidado siempre más.

José Agustín Goytisolo
A este poema de Goytisolo, le puso música Paco Ibañez para su L.P.
en directo en el Teatro Olimpia de París en 1.971.




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ENTRE ADAM SMITH Y CARLOS MARX

Que la filosofía es la madre de todas las ciencias es una premisa que muy pocos controvierten, muy a pesar de que las nuevas ciencias y las nuevas rutas del conocimiento en apariencia surjan en la actualidad como nietas de ese torrente primero del que los griegos tanto alarde hicieron, pero ahí es donde se inserta justamente la discusión, pues en la filosofía de las ciencias, el nacimiento de una nueva exige un ingrediente multiplicador fuertemente arraigado al por qué de las cosas, condición sine qua non para que la filosofía ejerza su tarea vivificadora de la sabiduría, y así no importa que tan vieja sea ésta, seguirá dando frutos en los nuevos conocimientos y las nuevas ciencias y no habrá conocimiento que conjeture ciencia, por distante que esté en la historia futura, que no le pertenezca de algún modo a la filosofía.

A un filósofo moralista nacido en Escocia, se le atribuye la paternidad de la no muy nueva, pero tampoco antigua ciencia de la ECONOMÍA. Se trata de Adam Smith, el autor de la Investigación sobre la naturaleza y causa de La riqueza de las naciones, no daré cuenta por ahora de la polémica existente sobre el origen de la Economía como ciencia y su primero y más representativo creador, pero si les invitaré, antes de cualquier discusión y cualquier premisa a examinar algunos de los aportes de este economista tan relevante, para quien otro filósofo de marcada incidencia en la humanidad de los últimos tiempos aportó enormes reflexiones a las ciencias económicas, colocándose de algún modo, en el polo opuesto de Smith, se trata de Carlos Marx, de quien también transcribo algunos fragmentos, a fin de propiciar comparación y discusión inicial.

A continuación de Adam Smith, de la Investigación sobre la naturaleza y causa de La riqueza de las naciones. el fragmento siguiente tomado de: 


Prologo

Algunos se refieren a este libro como "la Biblia de la Economía". Se entiende si se lo juzga por su volumen, por la pluralidad de sus temas y por haber consagrado a la figura de su autor mas allá de cualquier simpatía religiosa. Investigación sobre la naturaleza y causas de las riquezas de las naciones apareció en Londres el 9 de marzo de 1776. Su autor, el escocés nacido en Kirkaldy en 1723 y muerto en Edimburgo en 1790, es el padre del liberalismo económico. Hijo del Siglo de las Luces y, como tal, culto y contemporáneo de otros genios, Adam Smith paso a la historia por haber escrito la summa que produjo un quiebre, el prolijo y vastisimo desarrollo fúndante de una ideología que haría escuela.

La riqueza de las naciones es un tratado que combina la moneda con la historia, la lógica con la teología. Su tesis económica es simple y puede resumirse en tres principios: a. Que, como ser económico, el hombre tiene el impulso natural del lucro; b. Que el universo esta ordenado de tal manera que los empeños individuales de los hombres se conjugan para componer el bien social; c. Que, conforme a. y b., el mejor programa consiste en dejar que el proceso económico siga su propio curso (laissez faire). Estos principios, que se difundieron al punto de olvidar su filiaci6n, encuentran su sentido cabal en el deísmo ilustrado de Smith. Como lo manifiesta en su otro gran libro, Teoría de los sentimientos morales, Smith creía en un Dios Supremo que había ordenado el universo como un mecanismo perfecto donde todo funciona y que resulto, por imagen y semejanza, bueno. Esta premisa atraviesa las paginas de La riqueza..., desde las reflexiones sobre el trabajo más elemental (Libro I) hasta la disertación sobre las funciones del Gobierno (Libro IV), a quien, supuesto el orden primigenio, no le toca otra tarea que mantenerlo. Para Adam Smith, la mejor política económica no precede del Gobierno sino de la acción espontanea de los individuos. El libro III y el IV abren el temario a cuestiones históricas de evolución y comercio, pero, por el recurso constante de ilustrar sus ideas con ejemplos cercanos en el comercio europeo, del propósito central de La riqueza de las naciones resulto también un mosaico de la época. Y es, en ultima instancia, un manual de lógica que se valió del método deductivo para arribar "mas naturalmente" a las conclusiones que Smith quiso imponer y que son el eje axiomático de este volumen.

Por eso, aunque entendemos que el valor de La riqueza de las naciones reside en su globalidad que por otro lado se hace evidente en la dificultad de su fraccionamiento, esta "antología esencial" no pretende otra cosa que beber de su misma fuente las bases de una teoría que en su momento significo una reacción contra el mercantilismo feudal, pero que, en el tiempo, dibujo el trazado de una de las caras de la moneda: la realidad económica globalizada en la que vivimos.





INVESTIGACIÓN SOBRE LA NATURALEZA Y CAUSA DE 
LA RIQUEZA DE LAS NACIONES 

LIBRO III





CAPITULO I

DEL PROGRESO DE LA OPULENCIA





            La actividad comercial más importante de la sociedad civilizada consiste en el intercambio que ocurre entre el campo y la ciudad. Este intercambio se basa en el comercio de materias primas por productos manufacturados, respectivamente.

            La ganancia de ambas partes es reciproca y la división del trabajo también es, como en los demás casos, ventajosa. La ciudad proporciona un mercado muy cómodo para el producto excedente del campo. Para que estos labradores adquieran cosas que necesiten.

            Por naturaleza, el sustento ha de ser satisfecho antes que las comodidades y el lujo, de igual manera la actividad agrícola que satisface el dinero debe ser preferida a la actividad manufacturera que satisface al segundo.

            El excedente del campo, satisface las necesidades de la ciudad, esto quiere decir que a medida que aumente este excedente aumentará el progreso de la ciudad. A pesar de que no siempre la ciudad se provee de campos vecinos.

            Si las instituciones humanas no hubieran frustrado las naturales inclinaciones del hombre por la agricultura, las ciudades jamás hubieran crecido mas allá de lo que sostuviera el cultivo.

            El capital que se emplea en la tierra esta más seguro que aquel que se emplea en el comercio. Pues este ultimo esta expuesto a una serie de adversidades físicas y otras como el hecho de tener que fiar y prestar a personas distantes, imprudentes, injustas y desconocidos. Con el capital empleado en la tierra no pasa lo mismo pues éste es empleado para la mejora de sus fincas y posee todas las seguridades de que es capaz la naturaleza. Dada la independencia que confiere y como el cultivo de los campos fue naturalmente el primer destino del hombre, se observa cierta predilección por la agricultura.

            Es cierto que sin la ayuda de ciertos artesanos el cultivo sería muy rudimentario. Estos artesanos se necesitan a su vez y como sus ocupaciones no están ligadas a un lugar especifico, se establecen cerca  unos de otros y es así que llegan a formarse pequeñas poblaciones. Contribuyendo cada cual en las necesidades los otros, van contribuyendo en el crecimiento de la población.

            La demanda de productos manufacturados aumentara solo en la medida que hayan progresos en el cultivo. Es decir, necesitaran tecnología.

            Cuando un artesano reúne un capital mayor al que necesita para manejar su propio negocio, no se dedica  a establecer manufacturas para dedicarse al comercio exterior, sino que adquiere tierras incultas para dedicarse al cultivo. De artesano se convierte en labrador. Donde no existen tierras incultas, este mismo artesano trabajara más para dedicarse al comercio exterior. Cuando se piensa emplear un capital el orden de preferencia es el siguiente: Agricultura, Manufactura y Comercio Exterior.

            Cuando el producto no tiene demanda tiene que exportarse. No importa que el capital utilizado sea nacional o extranjero. Sin embargo, en el caso de la materia prima es conveniente que el capital sea extranjero para que el nacional sea utilizado en actividades más productivas. En fin, según la naturaleza de las cosas, la mayoría del capital de una sociedad ha de invertirse en el cultivo primero, luego en manufacturas y por ultimo en el comercio exterior. Esto es tan cierto, que es poco probable que no haya ocurrido de esta manera en otro territorio.


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KARL MARX


CAPITULO VI




CAPITAL CONSTANTE Y CAPITAL VARIABLE

Los diversos factores del proceso laboral inciden de manera desigual en la formación del valor del producto.
El obrero incorpora al objeto de trabajo un nuevo valor mediante la adición de una cantidad determinada de trabajo, sin que interesen aquí el contenido concreto, el objetivo y la naturaleza técnica de su trabajo. Por otra parte, los valores de los medios de producción consumidos los reencontramos como partes constitutivas del valor del producto; por ejemplo, los valores del algodón y el huso en el valor del hilado. El valor del medio de producción, pues, se conserva por su transferencia al producto. Dicha transferencia ocurre durante la transformación del medio de producción en producto, al efectuarse el proceso laboral. Es mediada por el trabajo. ¿Pero de qué manera?
El obrero no trabaja dos veces durante el mismo lapso, una vez para incorporar valor al algodón mediante su trabajo, y la otra para conservar el valor previo del algodón, o, lo que es lo mismo, para transferir al producto, al hilado, el valor del algodón que elabora y el del huso con el que trabaja. Simplemente, agregando el valor nuevo conserva el viejo. Pero como la adición de valor nuevo al objeto de trabajo y la conservación de los valores anteriores en el producto son dos resultados totalmente distintos, que el obrero produce al mismo tiempo aunque sólo trabaje una vez en el mismo lapso, es obvio que esa dualidad del resultado sólo puede explicarse por la dualidad de su trabajo mismo. Es necesario que en el mismo [242] instante y en una condición cree valor mientras en otra condición conserva o transfiere valor.
¿Cómo agrega el obrero tiempo de trabajo, y por ende valor? Lo hace siempre y únicamente bajo la forma de su peculiar modalidad laboral productiva. El hilandero sólo agrega tiempo de trabajo al hilar, el tejedor al tejer, el herrero al forjar. Pero por medio de la formaorientada a un fin, en que esos obreros incorporan trabajo en general y por tanto valor nuevo, por medi del hilar, el tejer, el forjar, es como los medios de producción, el algodón y el huso, el hilado y el telar, el hierro y el yunque, se convierten en elementos constitutivos de un producto, de un nuevo valor de uso 1. Caduca la vieja forma de su valor de uso, pero sólo para adherirse a una nueva forma de valor de uso. Sin embargo, cuando analizábamos el proceso de formación del valor, llegamos al resultado de que en la medida en que con arreglo a un fin se consume un valor de uso, para la producción de un nuevo valor de uso, el tiempo de trabajo necesario para la elaboración del valor de uso consumido constituye una parte del tiempo necesario para la producción del nuevo valor de uso, o sea, es tiempo de trabajo que se transfiere del medio de producción consumido al nuevo producto. El obrero, pues, conserva los valores de los medios de producción consumidos o, como partes constitutivas de valor, los transfiere al producto, no por la adición de trabajo en general, sino por el carácter útil particular, por la forma productiva específica de ese trabajo adicional. En cuanto actividad productiva orientada a un fin en cuanto hilar, tejer, forjar , el trabajo, por mero contacto, hace que los medios de producción resuciten de entre los muertos, les infunde vida como factores del proceso laboral y se combina con ellos para formar los productos.
Si su trabajo productivo específico no fuera el de hilar, el obrero no transformaría el algodón en hilado y, por consiguiente, tampoco transferiría al hilado los valores del algodón y el huso. En cambio, si el mismo obrero cambia de oficio y se convierte en ebanista, agregará valor a su material, como siempre, por medio de una [243] jornada laboral. Lo añade, pues, por su trabajo, no en cuanto trabajo de hilar o trabajo de ebanista, sino en cuanto trabajo social abstractoen general, y no agrega determinada magnitud de valor porque su trabajo posea un contenido útil particular, sino porque dura un lapso determinado. Por ende, en su condición general,abstracta, como gasto de fuerza de trabajo humana, el trabajo del hilandero agrega nuevo valor a los valores del algodón y el huso, y en su condición útil, particularconcreta, en cuanto proceso de hilar, transfiere al producto el valor de esos medios de producción y conserva de ese modo su valor en el producto. De ahí la dualidad de su resultado en el mismo instante.
Por medio de la mera adición cuantitativa de trabajo se añade nuevo valor, mediante la cualidad del trabajo agregado se conservan en el producto los viejos valores de los medios de producción. Este efecto dual del mismo trabajo, consecuencia de su carácter dual, se revela tangiblemente en diversos fenómenos.
Supongamos que un invento cualquiera pone al hilandero en condiciones de hilar tanto algodón en 6 horas como antes en 36. Como actividad productiva útil, orientada a un fin, su trabajo ha sextuplicado su fuerza. Su producto es ahora el séxtuplo, 36 libras de hilado en vez de 6. Pero las 36 libras de algodón sólo absorben ahora tanto tiempo de trabajo como antes 6 libras. Se adiciona [a cada libra] seis veces menos trabajo nuevo que con el método viejo, y por tanto únicamente un sexto del valor anterior. Por otra parte, existe ahora en el producto, en las 36 libras de hilado, un valor seis veces mayor en algodón. En las 6 horas de hilado seconserva y s transfiere al producto un valor seis veces mayor en materia prima, aunque a [cada libra de] la misma materia prima se le agrega un valor nuevo seis veces menor. Esto revela cómo la condición por la cual el trabajo conserva valores durante el mismo proceso indivisible, difiere esencialmente de la condición por la cual crea valor. Cuanto más tiempo de trabajo necesario se incorpore a la misma cantidad de algodón durante la operación de hilar, tanto mayor será el valor nuevo que se agregue al algodón, pero cuantas más libras de algodón se hilen en el mismo tiempo de trabajo, tanto mayor será el valor viejo que se conserve en el producto.
[244] Supongamos, a la inversa, que la productividad del trabajo de hilar se mantiene inalterada, y que el hilandero necesita como siempre la misma cantidad de tiempo para convertir en hilado una libra de algodón. Pero varía el valor de cambio del algodón mismo: el precio de una libra de algodón se sextuplica o se reduce a la sexta parte. En ambos casos el hilandero sigue agregando a la misma cantidad de algodón el mismo tiempo de trabajo, por ende el mismo valor, y en ambos casos produce en el mismo tiempo la misma cantidad de hilado. No obstante, el valor que transfiere del algodón al producto, al hilado, en un caso será seis veces mayor, en el otro seis veces menor [a] que anteriormente. Otro tanto ocurre cuando los medios de trabajo se encarecen o abaratan, pero prestando siempre el mismo servicio en el proceso de trabajo.
Si las condiciones técnicas del proceso de hilar se mantienen inalteradas y, asimismo, no ocurre cambio alguno de valor en sus medios de producción, el hilandero, como siempre, empleará en los mismos tiempos de trabajo las mismas cantidades de materia prima y de maquinaria, de valores que se han mantenido iguales. El valor que conserva él en el producto estará entonces en relación directa con el valor nuevo que añade. En dos semanas, agrega dos veces más trabajo que en una semana, por tanto dos veces más valor, y a la vez consume dos veces más material cuyo valor es el doble, desgastando dos veces más maquinaria de dos veces más valor; por consiguiente, en el producto de dos semanas conserva el doble de valor que en el producto de una semana. Bajo condiciones de producción constantes, dadas, el obrero conserva tanto más valor cuanto más valor adiciona, pero no conserva más valor porque añada más valor, sino porque lo agrega bajo condiciones que se mantienen iguales y son independientes de su propio trabajo.
Por cierto, puede decirse en un sentido relativo que el obrero siempre conserva valores viejos en la misma proporción en que añade valor nuevo. Ya suba el valor del algodón de 1 chelín a 2 chelines, o baje a 6 peniques, el obrero siempre conservará en el producto de una hora la mitad de valor del algodón que conserva en el producto [245] de dos horas, por mucho que varíe dicho valor. Si además la productividad de su propio trabajo varía aumenta o disminuye , en una hora de trabajo podrá hilar más o menos algodón que antes y, correlativamente, conservar en el producto de una hora de trabajo más o menos valor del algodón. Con todo, en dos horas de trabajo conservará el doble de valor que en una hora de trabajo.
El valor, prescindiendo de su representación meramente simbólica en el signo de valor, sólo existe en un valor de uso, en una cosa. (El hombre mismo, considerado en cuanto simple existencia de fuerza de trabajo, es un objeto natural, una cosa, aunque una cosa viva, autoconsciente, y el trabajo mismo es una exteriorización a modo de cosa de esa fuerza.) Si se pierde, pues, el valor de uso, se pierde también el valor. Los medios de producción no pierden con su valor de uso, a la vez, su valor, porque en virtud del proceso laboral en realidad sólo pierden la figura originaria de su valor de uso para adquirir en el producto la figura de otro valor de uso. Pero así como para el valor es importante el existir en algún valor de uso, le es indiferente que sea este o aque valor de uso, como lo demuestra la metamorfosis de las mercancías. De ello se desprende que en el proceso de trabajo sólo se transfiere valor del medio de producción al producto en la medida en que el medio de producción pierda también, junto a su valor de uso autónomo, su valor de cambio. Sólo le cede al producto el valor de uso que pierde en cuanto medio de producción. Los factores objetivos del proceso laboral, empero, en este aspecto se comportan de diferentes maneras.
El carbón con que se calienta la máquina se disipa sin dejar huellas, y lo mismo el aceite con que se lubrican los ejes, etc. Las tinturas y otros materiales auxiliares desaparecen, pero se manifiestan en las cualidades del producto. La materia prima constituye la sustancia del producto, pero su forma ha cambiado. La materia prima y los materiales auxiliares, pues, pierden la figura autónoma bajo la que ingresaron, como valores de uso, en el proceso de trabajo. Otra cosa ocurre con los medios de trabajo propiamente dichos. Un instrumento, una máquina, el edificio de una fábrica, un recipiente, etc., sólo prestan servicios en el proceso laboral mientras conservan su figura originaria y pueden mañana ingresar en éste bajo la misma forma [246] que ayer. Tanto en vida, durante el proceso de trabajo, como después de muertos, mantienen su figura autónoma con respecto al producto. Los cadáveres de las máquinas, herramientas, locales de trabajo, etc., siguen existiendo siempre separados de los productos que ayudaron a crear. Ahora bien, si consideramos el período completo durante el cual uno de tales medios de trabajo presta servicio, desde el día de su entrada en el taller hasta el de su arrumbamiento en el depósito de chatarra, vemos que durante ese período su valor de uso ha sido consumido íntegramente por el trabajo y que, por consiguiente, su valor de cambio se ha transferido por entero al producto. Si una máquina de hilar, por ejemplo, ha tenido una vida útil de 10 años, su valor total habrá pasado al producto decenal durante el proces laboral decenal. El lapso de vida de un medio de trabajo, pues, comprende una cantidad mayor o menor de procesos laborales con él efectuados, que se reiteran una y otra vez. Y con el medio de trabajo ocurre como con el hombre. Todo hombre muere cada día 24 horas más. Pero el aspecto de un hombre no nos indica con precisión cuántos días ha muerto ya. Esto, sin embargo, no impide a las compañías de seguros de vida extraer conclusiones muy certeras, y sobre todo muy lucrativas, acerca de la vida media de los seres humanos. Lo mismo acontece con los medios de trabajo. La experiencia indica cuánto tiempo dura promedialmente un medio de trabajo, por ejemplo una máquina de determinado tipo. Supongamos que su valor de uso en el proceso laboral dure sólo 6 días. Cada jornada de trabajo, pues, perderá, término medio, 1/6 de su valor de uso y cederá 1/6 de su valor al producto diario. Es de este modo como se calcula el desgaste de todos los medios de trabajo, por ejemplo su pérdida diaria de valor de uso, y la correspondiente cesión diaria de valor al producto.
Se evidencia así, de manera contundente, que un medio de producción nunca transfiere al producto más valor que el que pierde en el proceso de trabajo por desgaste de su propio valor de uso. Si no tuviera ningún valor que perder, esto es, si él mismo no fuera producto de trabajo humano, no transferiría valor alguno al producto. Serviría como creador de valor de uso, pero no como productor de valor de cambio. Es éste, por consiguiente, el caso de todos los medios de producción preexistentes en la [247] naturaleza, sin intervención humana, como la tierra, el viento, el agua, el hierro en el yacimiento, la madera de la selva virgen, etcétera.
Nos sale al encuentro, aquí, otro fenómeno interesante. Digamos que una máquina valga, por ejemplo, [sterling] 1.000 y que se desgaste totalmente en 1.000 días. En tal caso, 1/1000 de su valor pasará cada día de la máquina a su producto diario. Al mismo tiempo, aunque siempre con energía vital decreciente, la máquina toda seguirá operando en el proceso laboral. Se pone de manifiesto, entonces, que un factor del proceso laboral, un medio de producción, se incorpora totalmente al proceso laboral, pero sólo en parte al proceso de valorización. La diferencia entre proceso de trabajo y proceso de valorización s refleja aquí en sus factores objetivos, puesto que el mismo medio de producción participa en el mismo proceso de producción íntegramente como elemento del proceso laboral y sólo lo hace fraccionadamente como elemento de la formación de valor 2.
[248] Por otra parte, un medio de producción puede ingresar íntegramente en el proceso de valorización y hacerlo sólo fraccionadamente en el proceso de trabajo. Supongamos que al hilar el algodón, de cada 115 libras se pierdan diariamente 15, que no forman hilado sino tan sólo devil's dust [polvillo del algodón]. No obstante, si esos desperdicios de 15 % [3]bis son normales, inseparables de la elaboración media del algodón, el valor de las 15 libras de algodón, por más que no sean un elemento del hilado, entra en el valor del hilado a igual título que el valor de las 100 libras que constituyen la sustancia de ese producto. Para producir 100 libras de hilado, es necesario que el valor de uso de las 15 libras de algodón se haga polvo. La pérdida de ese algodón se cuenta, pues, entre las condiciones de producción del hilado. Precisamente por eso se transfiere su valor al hilo. Esto reza para todos los excrementos del proceso laboral, por lo menos en la medida en que esos excrementos no pasan a constituir nuevos medios de producción y por ende nuevos valores de uso autónomos. Así, por ejemplo, en las grandes fábricas de maquinaria de Manchester se ven montañas de chatarra a las que máquinas ciclópeas reducen a una especie de viruta y grandes carros llevan por la noche desde la fábrica a la fundición, de donde retornan al día siguiente convertidas en hierro en lingotes.
Los medios de producción sólo transfieren valor a la figura nueva del producto en la medida en que, durante el proceso laboral, pierden valor bajo la figura de sus antiguos valores de uso. El máximo de pérdida de valorque pueden experimentar en el proceso de trabajo está limitado, como es obvio, por la magnitud de valor originaria, por la magnitud del valor con que entran en el proceso de trabajo, o sea por el tiempo de trabajo requerido para su propia producción. Por endelos medios de producción nunca pueden añadir al producto más valor que el que poseen independientemente del proceso laboral al que sirven. Por útil que sea un material de trabajo, una máquina, un medio de producción, si costó [sterling] 150, digamos 500 jornadas de trabajo, nunca añadirá más de [sterling] 150 al producto total a cuya formación coadyuva. Su valor no está determinado por el proceso laboral al que ingresa como medio de producción, sino por el proceso laboral del cual surge como producto. En el proceso de trabajo esemedio de producción sirve sólo como valor de uso, en [249]cuanto cosa con propiedades útiles, y, por consiguiente, no transferiría al producto valor alguno si él mismo hubiera carecido de valor antes de ingresar al proceso 4.
En tanto el trabajo productivo transforma los medios de producción en elementos constitutivos de un nuevo producto, con el valor de ellos se opera una transmigración de las almas. Dicho valor pasa del cuerpo consumido al cuerpo recién formado. Pero esta metemsicosis acontece, como quien dice, a espaldas del trabajo efectivo. El obrero no puede añadir trabajo nuevo, y por tanto crear valor nuevo, sin conservar valores antiguos, pues siempre se ve precisado a añadir el trabajo bajo determinada forma útil, y no puede agregarlo bajo una forma útil sin convertir productos en medios de producción de un nuevo producto, y por tanto sin transferir a éste el valor de aquéllos. Es, pues, un don natural de la fuerza de trabajo que se pone a sí misma en movimiento, del trabajo vivo, el conservar [250] valor al añadir valor, un don natural que nada le cuesta al obrero pero le rinde mucho al capitalista: la conservación del valor preexistente del capital 5(bis). Mientras los negocios van viento en popa, el capitalista está demasiado enfrascado en hacer dinero como para reparar en ese obsequio que le brinda el trabajo. Las interrupciones violentas del proceso laboral, las crisis, lo vuelven dolorosamente consciente del fenómeno [6].
Lo que se consume en los medios de producción es, en general, su valor de uso, y es por medio de ese consumo como el trabajo crea productos. Su valor, en realidad, no se consume 7, y por tanto tampoco se lo puedereproducir. Se lo conserva, pero no porque se lo someta a una operación en el proceso de trabajo, sino porque el valor de uso en el que existe originariamente desaparece, sin duda, pero convirtiéndose en otro valor de uso. El valor de los medios de producción, por consiguientereaparece en el valor del producto, mas, hablando con propiedad, no se lo [251] reproduce. Lo que sí se produce es el nuevo valor de uso, en el quereaparece el viejo valor de cambio [8].
Otra cosa ocurre con el factor subjetivo del proceso laboral, la fuerza de trabajo que se pone a sí misma en acción. Mientras el trabajo, en virtud de su forma orientada a un fin, transfiere al producto el valor de los medios de producción y lo conserva, cada fase de su movimiento genera valor adicionalvalor nuevo. Supongamos que el proceso de producción se interrumpe en el punto en que el obrero produce un equivalente por el valor de su propia fuerza de trabajo, cuando, por ejemplo, gracias a un trabajo de seis horas ha agregado un valor de 3 chelines. Este valor constituye el excedente del valor del producto por encima de sus partes componentes que son debidas a los medios de producción. Es el único valor original que surge dentro de ese proceso, la única parte del valor del producto que ha sido producida por el proceso mismo. Sin duda, ese valor sólo reemplaza el dinero adelantado por el capitalista al comprar la fuerza de trabajo, y gastado en medios de subsistencia por el obrero mismo. Con relación a los 3 chelines gastados, el nuevo valor de 3 chelines aparece únicamente comoreproducción. Pero se lo ha reproducido efectivamente, no sólo, como ocurría con el valor de los medios de producción, en apariencia. La [252] sustitución de un valor por otro es mediada aquí por una nueva creación de valor.
Ya sabemos, sin embargo, que el proceso laboral prosigue más allá del punto en que se ha reproducido y agregado al objeto de trabajo un simple equivalente por el valor de la fuerza de trabajo. En vez de 6 horas, que bastarían a tales efectos, el proceso dura, por ejemplo, 12 horas. Mediante la puesta en acción de la fuerza de trabajo, pues, no sólo se reproduce su propio valor sino un valor excedente. Este plusvalor constituye elexcedente del valor del producto por encima del valor de los factores que se han consumido al generar dicho producto, esto es, los medios de producción y la fuerza de trabajo.
Al exponer los diversos papeles desempeñados por los distintos actores del proceso laboral que forman el valor del producto, de hecho hemos caracterizado las funciones que corresponden a las diversas partes componentes del capital en el propio proceso de valorización de este último. El excedente del valor total del producto sobre la suma del valor de sus elementos constitutivos, es el excedente del capital valorizado por encima del valor que tenía el capital adelantado en un principio. Los medios de producción, por una parte, la fuerza de trabajo, por la otra, no son más que diversas formas de existencia adoptadas por el valor originario del capital al despojarse de su forma dineraria y transformarse en los factores del proceso laboral.
La parte del capital, pues, que se transforma en medios de producción, esto es, en materia prima, materiales auxiliares y medios de trabajo, no modifica su magnitud de valor en el proceso de producción. Por eso la denomino parte constante del capital o, con más concisión, capital constante.
Por el contrario, la parte del capital convertida en fuerza de trabajo cambia su valor en el proceso de producción. Reproduce su propio equivalente y un excedente por encima del mismo, el plusvalor, que a su vez puede variar, ser mayor o menor. Esta parte del capital se convierte continuamente de magnitud constante en variable. Por eso la denomino parte variante del capital, o, con más brevedad, capital variableLos mismos componentes del capital que desde el punto de vista del proceso laboral se distinguían como factores objetivos y subjetivos, como medios [253] de producción y fuerza de trabajo, se diferencian desde el punto de vista del proceso de valorización como capital constante y capital variable.
El concepto de capital constante en modo alguno excluye la posibilidad de una revolución en el valor de sus elementos constitutivos. Supongamos que la libra de algodón cuesta hoy 6 peniques y aumenta mañana, a consecuencia de una mala zafra algodonera, a 1 chelín. El algodón viejo, que sigue elaborándose, se ha comprado al precio de 6 peniques, pero añade ahora al producto una parte de valor de un chelín. Y el que ya estaba hilado, y que quizás ya circulaba como hilado en el mercado, adiciona igualmente al producto el doble de su valor originario. Se comprueba, empero, que estos cambios de valor son independientes de la valorización del algodón en el proceso mismo de hilar. Si el viejo algodón ni siquiera hubiera entrado en el proceso laboral, se lo podría revender ahora a 1 chelín, en lugar de a 6 peniques. Y hasta más:cuanto menos proceso de trabajohubiera recorrido, tanto más seguro sería el resultado. De ahí que sea una ley de la especulación, cuando el valor experimenta esas revoluciones, la de operar con la materia prima en su forma menos elaborada, y por consiguiente mejor con el hilo que con la tela, y mejor con el algodón mismo que con el hilado.
El cambio de valor se origina aquí en el proceso que produce el algodón, no en el proceso en que éste funciona como medio de producción y por tanto como capital constante. El valor de una mercancía, en efecto, se determina por la cantidad de trabajo contenida en ella, pero esa cantidad misma está determinada socialmente. Si el tiempo de trabajo socialmente requerido para su producción se ha modificado la misma cantidad de algodón, por ejemplo, en caso de malas cosechas representa una cantidad mayor de trabajo que cuando aquéllas son buenas se opera un efecto retroactivo sobre la vieja mercancía, que cuenta siempre tan sólo como un ejemplar individual de su género [9] y cuyo valor en todos los casos se mide por el trabajo socialmente necesario, esto es, por el trabajo necesario bajo las condiciones sociales actuales[254]
Al igual que el valor de la materia prima, puede variar el de los medios de trabajo que prestan servicios en el proceso de producción, el de la maquinaria, etc., y por tanto también la parte de valor que transfieren al producto. Por ejemplo, si a consecuencia de un nuevo invento se reproduce con menor gasto de trabajo maquinaria del mismo tipo, la vieja maquinaria se desvaloriza en mayor o menor grado y, por tanto, también transferirá al producto proporcionalmente menos valor. Pero también en este caso el cambio del valor surge al margen del proceso de producción en el que la máquina funciona como medio de producción. En este proceso la máquina nunca transfiere más valor que el que posee independientemente de aquél.
Y así como un cambio en el valor de los medios de producción aunque pueda retroactuar luego de la entrada de éstos en el proceso no modifica el carácter de capital constante de los mismos, tampoco un cambio en laproporción entre el capital constante y el variable afecta su diferencia funcional. Las condiciones técnicas del proceso laboral, por ejemplo, pueden transformarse a tal punto que donde antes 10 obreros con 10 herramientas de escaso valor elaboraban una masa relativamente pequeña de materia prima, ahora 1 obrero con una máquina costosa elabore una masa cien veces mayor. En este caso habría aumentado considerablemente el capital constante, esto es, la masa de valor de los medios de producción empleados, y habría disminuido en sumo grado la parte variable del capital, es decir, la adelantada en fuerza de trabajo. Pero este cambio, sin embargo, no modifica más que la proporción cuantitativa entre el capital constante y el variable, o la proporción en que el capital global se descompone en sus elementos constitutivos constantes yvariables, no afectando, en cambio, la diferencia que existe entre capital constante y variable. 1 "El trabajo produce una creación nueva a cambio de otra que se extingue". ("An Essay on the Political Economy of Nations", Londres, 1821. p. 13).
[a] a En el original: "en un caso será seis veces menor, en el otro seis veces mayor". Véase seis líneas más arriba.
2 21 No consideramos aquí las reparaciones de los medios de trabajo, máquinas, edificaciones, etc. Una máquina en reparaciones no funciona como medio de trabajo, sino como material de trabajo. No se labora con ella sino en ella misma para recomponer su valor de uso. Para nuestro fin, siempre deben concebirse tales trabajos de reparación como incluidos en la labor que se requiere para la producción del medio de trabajo. En el texto nos referimos al deterioro que ningún médico puede curar y que paulatinamente suscita la muerte, a "ese tipo de desgaste que es imposible reparar de tiempo en tiempo y que, por ejemplo, reduce finalmente un cuchillo a tal estado que el cuchillero dice que ya no vale la pena ponerle hoja nueva". Hemos visto en el texto que una máquina, por ejemplo, participa íntegramente en todo proceso aislado de trabajo, pero sólo fraccionadamente en el proceso simultáneo de la valorización. Conforme a ello corresponde juzgar la siguiente confusión conceptual: "El señor Ricardo se refiere a una parte del trabajo efectuado por el mecánico que produce máquinas de hacer medias" como si, por ejemplo, esa parte estuviera contenida en el valor de un par de medias. "Sin embargo el trabajo global que produjo cada par de medias... incluye el trabajo global del constructor de máquinas, no una parte, puesto que una máquina hace muchos pares, y no podría hacerse ninguno de esos pares si faltara una parte cualquiera de la máquina." ("Observations on Certain Verbal Disputes"..., p. 54.) El autor, un "wiseacre" [sabelotodo] descomunalmente pagado de sí mismo, con su confusión y por tanto con su polémica sólo tiene razón en la medida en que ni Ricardo ni ningún otro economista, anterior o posterior a él, ha distinguido con exactitud los dos aspectos del trabajo, ni por ende analizado tampoco sus diversos papeles en la formación del valor.
[3] [93 bis] En "Werke" (p. 220), sin indicación de haberse enmendado el original, "15 Pfund" (15 libras) en vez de "15 %". La corrección, que se debió registrar en una nota, es certera. Si de cada 115 libras, en efecto, se pierden 15, el desperdicio no será del 15 %, sino del 12,2 % (aproximadamente); si el desperdicio es efectivamente del 15 %, las libras perdidas serán 17 1/4, no 15, y sólo se conservarán en el hilado 97 3/4 libras, no 100. Este desliz se corrige también en la versión inglesa, pero no en las demás que hemos consultado.-- 248.
4 22 Se desprende de ello el absurdo en que incurre el insulso Jean-Baptiste Say, al tratar de derivar el plusvalor (interés, ganancia, renta) de los "services productifs" [servicios productivos] que, mediante sus valores de uso, prestan en el proceso laboral los medios de producción, la tierra, los instrumentos, el cuero, etc. El señor Wilhelm Roscher, que rara vez deja escapar la oportunidad de registrar por escrito ingeniosas agudezas apologéticas, exclama: "con mucha razón observa Jean-Baptiste Say, "Traité", t. I, cap. IV: el valor producido por un molino de aceite, una vez deducidos todos los gastos, es una cosa nueva, esencialmente diferente deltrabajo por el cual ha sido creado el molino mismo". ("Die Grundlagen"..., p. 82, nota.) [exclamdown]Con mucha razón! El "aceite" producido por el molino aceitero es algo muy diferente del trabajo que costó construir el molino. Y por valor entiende el señor Roscher cosas tales como el "aceite", ya que el "aceite" tiene valor. Y aunque "en la naturaleza" se encuentra aceite mineral, en términos relativos éste no es "mucho", circunstancia que es seguramente la que lo induce a otra de sus observaciones: "Casi nunca produce" ([exclamdown]la naturaleza!) "valores de cambio". [Ibídem, p. 79.] A la naturaleza de Roscher le pasa con el valor de cambio lo que a la incauta doncella que había tenido un niño, sí, "[exclamdown]pero tan pequeñito!" El mismo sabio ("savant sérieux") [serio sabio] advierte además, respecto al punto mencionado: "La escuela de Ricardo suele también subsumir el capital en el concepto de trabajo, en calidad de <<trabajo ahorrado>>. Esto es inhábil (!), porque (!), eso es (!), el poseedor de capital (!), con todo (!), hizo más (!) que el mero (?!) engendramiento (?) y (??) conservación del mismo (¿del mismo qué?): precisamente (?!?) abstenerse del propio disfrute, por lo cual él, por ejemplo (!!!), reclama intereses". (Ibídem[, p. 82].) [exclamdown]Cuán "hábil" es este "método anatomofisiológico" de la economía política que, eso es, con todo, precisaente, deriva el "valor" del mero "reclamar"!.
5 22 bis "De todos los medios que emplea el agricultor, el trabajo del hombre... es aquel en el que más debe apoyarse para la reposición de su capital. Los otros dos... las existencias de animales de labor y los... carros, arados, azadas y palas, etc., no cuentan absolutamente para nada sin cierta cantidad del primero." (Edmund Burke, "Thoughts and Details on Scarcity, Originally Presented to the Rt. Hon. W. Pitt in the Month of November 1795", Londres, 1800, p. 10.)
[6] 23 En el "Times" del 26 de noviembre de 1862 un fabricante, cuya hilandería ocupa 800 obreros y tiene un consumo semanal medio de 150 balas de algodón de la India o aproximadamente 130 balas de algodón norteamericano, plañe ante el público con motivo de los costos que le insume anualmente la paralización de su fábrica. Los evalúa en [sterling] 6.000. Entre ellos hay no pocos rubros que no nos conciernen aquí, como alquiler, impuestos, primas de seguros, salarios a obreros contratados por año, gerente, tenedor de libros, ingeniero, etc. Pero luego calcula [sterling] 150 de carbón, para caldear la fábrica de cuando en cuando y poner ocasionalmente en movimiento la máquina de vapor, además de salarios para los obreros que con su trabajo eventual mantienen en buenas condiciones la maquinaria. Finalmente, [sterling] 1.200 por el deterioro de la maquinaria, ya que "las condiciones atmosféricas y el principio natural de la decadencia no suspenden sus efectos por el hecho de que la máquina de vapor cese de funcionar". Hace constar expresamente que esa suma de [sterling] 1.200 ha sido fijada en un nivel tan modesto porque la maquinaria se encuentra ya muy desgastada.
7 24 "Consumo productivo... donde el consumo de una mercancía forma parte del proceso de producción... En tales casos no tiene lugar un consumo de valor." (S. P. Newman, "Elements of"..., p. 296.)
[8] 25 En un compendio norteamericano, que tal vez haya llegado a veinte ediciones, se lee lo siguiente: "No importa bajo qué forma reaparece el capital". Después de una verbosa enumeración de todos los ingredientes que pueden participar en la producción y cuyo valor reaparece en el producto, concluye: "Se han modificado, asimismo, los diversos tipos de alimentos, vestimenta y abrigo necesarios para la existencia y comodidad del ser humano. De tanto en tanto se los consume, y su valor reaparece en ese nuevo vigor infundido al cuerpo y la mente del hombre, formándose así nuevo capital que se empleará una vez más en el proceso de la producción". (F. Wayland, "The Elements"... , pp. 31, 32.) Para no hablar de todas las demás rarezas, digamos que no es, por ejemplo, el precio del pan lo que reaparece en el vigor renovado, sino sus sustancias hematopoyéticas. Por el contrario, lo que reaparece como valor de ese vigor no son los medios de subsistencia, sino el valor de éstos. Aunque sólo cuesten la mitad, los mismos medios de subsistencia producirán la misma cantidad de músculos, huesos, etcétera, en suma, el mismo vigor, pero no vigor del mismo valor. Esa mutación de "valor" en "vigor" y toda esa farisaica ambigüedad encubren el intento, por cierto fallido, de extraer de lamera reaparición de los valores adelantados un plusvalor.
[9] 26 "Todos los productos de un mismo género no forman, en propiedad, sino una masa cuyo precio se determina en general e independientemente de las circunstancias particulares." (Le Trosne, "De l'intérêt social", p. 893.)





P. Lafargue


El derecho a la pereza





Traducción: María Celia Cotarelo Digitalización: Franco Iacomella Esta Edición: Marxists Internet Archive, año 2008




PRÓLOGO

En el seno de la Comisión sobre Educación Primaria de 1849, el señor Thiers decía: "Quiero recuperar con toda su fuerza la influencia del clero, porque cuento con él para propagar esa buena filosofía que enseña al hombre que está aquí para sufrir, y oponerla a esa otra filosofía que dice al hombre lo contrario: 'Disfruta'". El señor Thiers formulaba así la moral de la clase burguesa, cuyo feroz egoísmo y estrecha inteligencia él encarnaba.
Mientras luchaba contra la nobleza, sostenida por el clero, la burguesía enarbolaba el libre examen y el ateísmo; pero, una vez triunfante, cambió de tono y de conducta; y hoy pretende apuntalar con la religión su supremacía económica y política. En los siglos XV y XVI, había retomado alegremente la tradición pagana y glorificaba la carne y sus pasiones, reprobadas por el cristianismo; en nuestros días, saciada de bienes y de placeres, reniega de las enseñanzas de sus pensadores -los Rabelais, los Diderot- y predica la abstinencia a los asalariados. La moral capitalista, lastimosa parodia de la moral cristiana, anatemiza la carne del trabajador; su ideal es reducir al productor al mínimo de las necesidades, suprimir sus placeres y sus pasiones y condenarlo al rol de máquina que produce trabajo sin tregua ni piedad.
Los socialistas revolucionarios deben recomenzar el combate que han librado en otro tiempo los filósofos y los panfletarios de la burguesía; deben embestir contra la moral y las teorías socia les del capita lismo; deben desterrar de las cabezas de la clase llamada a la acción, los prejuicios sembrados por la clase domi nante; deben proclamar, ante los hipócritas de todas las mora les, que la tierra dejará de ser el valle de lágrimas del trabaja dor; que, en la sociedad comunista del porvenir, que cons truiremos "pacíficamen te si es posible, y si no violentamente", se dará rienda suelta a las pasiones de los hombres; y ya que "todas son buenas por natu ra leza, nosotros sólo tenemos que limitarnos a evitar su mal uso y su exceso"[1]. Estos serán evitados por su mutuo equilibrio, por el desarrollo armónico del orga nismo humano, pues, como dice el Dr. Beddoe, "una raza alcanza su más alto punto de energía y de vigor moral en el momento en que alcan za su máximo desarrollo físico". Tal era también la opi nión del gran naturalis ta Charles Darwin[2].
La refutación del Derecho al Trabajo, que reedito con algunas nadicionales, fue publicada en el semanario L'Égalité, segun da serie, 1880.

P.L.
Prisión de Sainte-Pélagie, 1883.

UN DOGMA DESASTROSO


"Seamos perezosos en todas las cosas, excepto al amar y al beber, excepto al ser perezosos".
Lessing

Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista. Esta locura trae como resultado las miserias individuales y sociales que, desde hace siglos, torturan a la triste humanidad. Esta locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda por el trabajo, llevada hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de sus hijos. En vez de reaccionar contra esta aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas han sacralizado el trabajo. Hombres ciegos y de escaso talento, quisieron ser más sabios que su dios; hombres débiles y despreciables, quisieron rehabilitar lo que su dios había maldecido. Yo, que no me declaro cristiano, economista ni moralista, planteo frente a su juicio, el de su Dios; frente a las predicaciones de su moral religiosa, económica y libre pensadora, las espantosas consecuencias del trabajo en la sociedad capitalista.
En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual, de toda deformación orgánica. Comparen, por ejemplo, el pura sangre de las caballerizas de Rothschild, atendido por una turba de lacayos bimanos, con la tosca bestia de los arrendamientos normandos, que trabaja la tierra, recoge el estiércol y cosecha. Observen al noble salvaje que los misioneros del comercio y los comerciantes de la religión no corrompieron todavía con el cristianismo, la sífilis y el dogma del trabajo, y observen luego a nuestros miserables sirvientes de máquinas[3].
Cuando en nuestra civilizada Europa se quiere volver a encontrar un rastro de belleza natural del hombre, debe írsela a buscar a las naciones donde los prejuicios económicos todavía no extirparon el odio al trabajo. España, que lamentablemente se está degenerando, puede todavía vanagloriarse de poseer menos fábricas que nosotros prisiones y cuarteles; el artista se regocija admirando al atrevido andaluz, moreno como las castañas, derecho y flexible como una vara de acero; y el corazón del hombre se conmueve al oír al mendigo, soberbiamente envuelto en su capaagujereada, tratar de amigo a los duques de Osuna. Para el español, en el que el animal primitivo no está aún atrofiado, el trabajo es la peor de las esclavitudes[4]. También los griegos de la época dorada despreciaban el trabajo: sólo a los esclavos les estaba permitido trabajar: el hombre libre sólo conocía los ejercicios corporales y los juegos de la inteligencia. Era también el tiempo en que se caminaba y se respiraba en un pueblo de hombres como Aristóteles, Fidias, Aristófanes; era el tiempo en el que un puñado de valientes aplastaban en Maratón a las hordas del Asia que Alejandro iba luego a conquistar. Los filósofos de la antigüedad enseñaban el desprecio al trabajo, esa degradación del hombre libre; los poetas cantaban a la pereza, ese regalo de los dioses:
O Melibae, Deus nobis haec otia fecit[5].
Cristo, en su sermón de la montaña, predicó la pereza: "Miren cómo crecen los lirios en los campos; ellos no trabajan ni hilan, y sin embargo, yo les digo: Salomón, en toda su gloria, no estuvo nunca tan brillantemente vestido"[6].
Jehová, el dios barbado y huraño, dio a sus adoradores el supremo ejemplo de la pereza ideal; después de seis días de trabajo, descansó por toda la eternidad.
Por el contrario, ¿cuáles son las razas para las que el trabajo es una necesidad orgánica? Los auverneses; los escoceses, esos auverneses de las Islas Británicas; los gallegos, esos auverneses de España; los pomeranios, esos auverneses de Alemania; los chinos, esos auverneses del Asia. En nuestra sociedad, ¿cuáles son las clases que aman el trabajo por el trabajo mismo? Los campesinos propietarios y los pequeños burgueses: unos inclinados sobre sus tierras, los otros apasionados en sus tiendas, se mueven como el topo en su galería subterránea, sin enderezarse jamás para observar a gusto la naturaleza.
Y sin embargo, el proletariado, la gran clase que abarca a todos los productores de las naciones civilizadas, la clase que, al emanciparse, emancipará a la humanidad del trabajo servil y hará del animal humano un ser libre; el proletariado, traicionando sus instintos y olvidando su misión histórica, se dejó pervertir por el dogma del trabajo. Rudo y terrible fue su castigo. Todas las miserias individuales y sociales nacieron de su pasión por el trabajo.

BENDICIONES DEL TRABAJO


En 1770 apareció en Londres un escrito anónimo titulado "An Essay on Trade and Commerce", que provocó en la época un cierto alboroto. Su autor, gran filántropo, se indignaba por el hecho de que "a la plebe manufacturera de Inglaterra se le había metido en la cabeza la idea fija de que por ser ingleses, todos los individuos que la componen tienen, por derecho de nacimiento, el privilegio de ser más libres y más independientes que los obreros de cualquier otro país de Europa. Esta idea puede tener su utilidad para los soldados, dado que estimula su valor; pero cuanto menos estén imbuidos de ella los obreros de las manufacturas, mejor será para ellos mismos y para el estado. Los obreros no deberían jamás considerarse independientes de sus superiores. Es extremadamente peligroso estimular semejantes caprichos en un estado comercial como el nuestro, donde, quizás, siete octavos de la población tienen poca o ninguna propiedad. La cura no será completa en tanto que nuestros pobres de la industria no se resignen a trabajar seis días por la misma suma que ganan ahora en cuatro".
De esta manera, cerca de un siglo antes de Guizot, se predicaba abiertamente en Londres el trabajo como un freno a las nobles pasiones del hombre.
"Cuanto más trabajen mis pueblos, menos vicios habrá", escribía Napoleón desde Osterode el 5 de mayo de 1807. "Yo soy la autoridad [...] y estaría dispuesto a ordenar que el domingo, luego de la hora de la misa, las tiendas se abrieran y los obreros volvieran a su trabajo".
Para extirpar la pereza y doblegar los sentimientos de arrogancia e independencia que ella engendra, el autor del Essay on Trade... proponía encarcelar a los pobres en las casas de trabajo ideales (ideal workhouses) que se convertirían en "casas de terror donde se haría trabajar catorce horas por día, de tal manera que, restando el tiempo de la comida, quedarían doce horas de trabajo plenas y completas".
Doce horas de trabajo por día: he ahí el ideal de los filántropos y de los moralistas del siglo XVIII. ¡Cómo hemos sobrepasado ese nec plus ultra! Los talleres modernos se han convertido en casas ideales de corrección donde se encarcela a las masas obreras, donde se condena a trabajos forzados durante doce y catorce horas, no solamente a los hombres, sino también a las mujeres y a los niños!¡Y pensar que los hijos de los héroes del Terror se dejaron degradar por la religión del trabajo al punto de aceptar después de 1848, como una conquista revolucionaria, la ley que limitaba a doce horas el trabajo en las fábricas! Proclamaban, como un principio revolucionario, el derecho al trabajo. ¡Vergüenza al proletariado francés! Sólo los esclavos hubiesen sido capaces de tal bajeza. Hubieran sido necesarios veinte años de civilización capitalista para que un griego de los tiempos heroicos concebiera tal envilecimiento.
Y si las penas del trabajo forzado, si las torturas del hambre se abatieron sobre el proletariado, en mayor cantidad que las langostas de la biblia, es porque ha sido él quien las ha llamado.
Este trabajo, que en junio de 1848 los obreros reclamaban con las armas en la mano, lo impusieron a sus familias; entregaron a sus mujeres y a sus hijos a los barones de la industria. Con sus propias manos, demolieron su hogar; con sus propias manos, secaron la leche de sus mujeres; las infelices, embarazadas y amamantando a sus bebés, debieron ir a las minas y a las manufacturas a estirar su espinazo y fatigar sus músculos; con sus propias manos, quebrantaron la vida y el vigor de sus hijos. ¡Vergüenza a los proletarios! ¿Dónde están esas comadres de las que hablan nuestras fábulas y nuestros viejos cuentos, osadas en la conversación, francas al hablar, amantes de la divina botella? ¿Dónde están esas mujeres decididas, siempre correteando, siempre cocinando, siempre cantando, siempre sembrando la vida y engendrando la alegría, pariendo sin dolor niños sanos y vigorosos? ...¡Hoy tenemos niñas y mujeres de fábrica, enfermizas flores de pálidos colores, de sangre sin brillo, con el estómago destruido, con los miembros debilitados!... ¡Ellas no conocieron jamás el placer robusto y no sabrían contar gallardamente cómo perdieron su virginidad! ¿Y los niños? Doce horas de trabajo para los niños. ¡Oh, miseria! Pero todos los Jules Simon de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, todos los Germinys de la jesuitería, no habrían podido inventar un vicio más embrutecedor para la inteligencia de los niños, más corruptor de sus instintos, más destructor de su organismo, que el trabajo en la atmósfera viciada del taller capitalista.
Nuestra época es, dicen, el siglo del trabajo; es en efecto el siglo del dolor, de la miseria y de la corrupción.
Y sin embargo, los filósofos, los economistas burgueses -desde el penosamente confuso Augusto Comte hasta el ridículamente claro Leroy-Beaulieu; los hombres de letras burguesas -desde el charlatanescamente romántico Víctor Hugo hasta el ingenuamente grotesco Paul de Kock-, todos han entonado sus cánticos nauseabundos en honor del dios Progreso, el hijo primogénito del Trabajo. Al escucharlos, puede pensarse que la felicidad reinará sobre la tierra: ya se siente su llegada. Ellos fueron a indagar en el polvo y la miseria feudales de los siglos pasados para recuperar de la oscuridad las delicias de los tiempos presentes. ¿Nos cansaron los bien alimentados, los satisfechos, hasta hace poco todavía miembros de la servidumbre de grandes señores, y hoy sirvientes literarios de la burguesía, muy bien pagos? ¿Nos cansaron con la rusticidad del retórico La Bruyère? Y bien, he aquí el brillante cuadro de los gozos proletarios en el año del progreso capitalista de 1840, pintado por uno de ellos, el Dr. Villermé, miembro del Instituto, el mismo que, en 1848, formó parte de esa sociedad de sabios (Thiers, Cousin, Passy, Blanqui, el académico, etc.) que propagaba en las masas las tonterías de la economía y de la moral burguesas.
El Dr. Villermé habla de la Alsacia manufacturera, de la Alsacia de Kestner, de Dollfus, la flor y nata de la filantropía y del republicanismo industrial. Pero antes de que el doctor muestre ante nosotros el cuadro de las miserias proletarias, escuchemos a un manufacturero alsaciano, el señor Th. Mieg, de la casa Dollfus, Mieg y Compañía, describiendo la situación del artesano de la antigua industria:
"En Mulhouse, hace cincuenta años (en 1813, cuando nacía la moderna industria mecánica), los obreros eran todos naturales del territorio, que habitaban la ciudad y los pueblos circundantes y que poseían casi todos una casa y a menudo un pequeño campo"[7].
Era la edad de oro del trabajador. Pero, entonces, la industria alsaciana no inundaba el mundo con sus telas de algodón y no enriquecía a sus Dollfus y sus Koechlin. Pero veinticinco años después, cuando Villermé visitó a Alsacia, el minotauro moderno -el taller capitalista-, había conquistado la región; en su hambre de trabajo humano, había arrancado a los obreros de sus hogares para retorcerlos mejor y para exprimir mejor el trabajo que ellos contenían. Los obreros acudían por millares al silbido de la máquina.
"Un gran número", dice Villermé, "cinco mil sobre diecisiete mil, fueron obligados, por la carestía de los alquileres, a alojarse en los pueblos vecinos. Algunos habitaban a dos leguas y cuarto de la manufactura donde trabajaban.
En Mulhouse, en Dornach, el trabajo comenzaba a las cinco de la mañana y terminaba a las cinco de la tarde, tanto en verano como en invierno. [...] Hay que verlos llegar cada mañana a la ciudad y partir cada tarde. Hay entre ellos una multitud de mujeres pálidas, flacas, caminando descalzas en medio del barro y que, a falta de paraguas, se protegen la cara y el cuello con sus delantales y sus enaguas, volcados sobre la cabeza, tanto si llueve como si nieva; y un número más considerable aún de pequeños niños no menos sucios, no menos pálidos, cubiertos de harapos, todos engrasados de aceite de los telares que cae sobre ellos mientras trabajan. Estos últimos, mejor protegidos de la lluvia por la impermeabilidad de sus vestimentas, no tienen en el brazo, como las mujeres de las que se acaba de hablar, una cesta con las provisiones de la jornada; pero llevan en la mano, o cubren bajo su chaleco o como pueden, el pedazo de pan que debe alimentarlos hasta la hora de su vuelta a casa.
De esta manera, a la fatiga de una jornada desmesuradamente larga -ya que es de por lo menos quince horas-, se suma para estos infelices la fatiga de las idas y venidas tan frecuentes, tan penosas. El resultado es que a la noche llegan a sus casas abrumados por la necesidad de dormir, y que a la mañana salen antes de estar completamente descansados, para encontrarse en el taller a la hora de su apertura".
Veamos ahora los cuartuchos donde se amontonaban aquéllos que habitaban en la ciudad:
"Vi en Mulhouse, en Dornach y en las casas vecinas, esos miserables alojamientos donde dos familias se acostaban cada una en un rincón, sobre la paja arrojada sobre el piso y sostenida por dos tablas. Esta miseria en la que viven los obreros de la industria del algodón en el departamento del Alto Rin es tan profunda que produce este triste resultado: mientras que en las familias de los fabricantes negociantes, fabricantes de paños, directores de fábricas, etc., la mitad de los niños alcanzan los 21 años, esa misma mitad deja de existir antes de cumplir los dos años en las familias de tejedores y de obreros de las hilanderías de algodón".
Refiriéndose al trabajo en el taller, Villermé agrega:
"No es un trabajo, una tarea, sino una tortura, y se la inflige a los niños de seis a ocho años. [...] Es este largo suplicio de todos los días el que mina principalmente a los obreros de las hilanderías de algodón".
Y a propósito de la duración del trabajo, Villermé observaba que los presidiarios de las mazmorras no trabajaban más que diez horas, los esclavos de las Antillas nueve horas promedio, mientras que en la Francia que había hecho la revolución del 89 y que había proclamado los pomposos Derechos del Hombre, existían manufacturas donde la jornada era de dieciséis horas, sobre las que se otorgaba a los obreros una hora y media para comer[8].
¡Oh miserable aborto de los principios revolucionarios de la burguesía! ¡Oh lúgubre regalo de su dios Progreso! Los filántropos aclaman como benefactores de la humanidad a los que, para enriquecerse holgazaneando, dan su trabajo a los pobres; mejor valdría sembrar la peste o envenenar las fuentes que levantar una fábrica en medio de una población rural. Introduzcan el trabajo fabril, y adiós alegría, salud, libertad; adiós todo lo que hace la vida bella y digna de ser vivida[9].
Y los economistas siguen repitiendo a los obreros: ¡trabajen para aumentar la riqueza social! Y sin embargo un economista, Destut de Tracy, les responde:
"Es en las naciones pobres donde el pueblo vive con comodidad; es en las naciones ricas donde es, comúnmente, pobre".
Y su discípulo Cherbuliez continúa:
"Los trabajadores mismos, cooperando en la acumulación de capitales productivos, contribuyen al hecho que, tarde o temprano, debe privarlos de una parte de su salario".
Pero aturdidos e idiotizados por sus propios alaridos, los economistas responden: ¡Trabajen, trabajen siempre para crear su propio bienestar! Y en nombre de la mansedumbre cristiana, un cura de la iglesia anglicana, el reverendo Townshend, salmodia: Trabajen, trabajen noche y día; trabajando, ustedes hacen crecer su miseria, y su miseria nos dispensa de imponerles el trabajo por la fuerza de la ley. La imposición legal del trabajo "es demasiado penosa, exige demasiada violencia y hace demasiado ruido; el hambre, por el contrario, es no sólo una presión apacible, silenciosa, incesante, sino que, en tanto el móvil más natural del trabajo y de la industria, provoca también los esfuerzos más poderosos".
Trabajen, trabajen, proletarios, para aumentar la riqueza social y sus miserias individuales; trabajen, trabajen, para que, volviéndose más pobres, tengan más razones para trabajar y ser miserables. Tal es la ley inexorable de la producción capitalista.
Prestando oído a las falsas palabras de los economistas, los proletarios se han entregado en cuerpo y alma al vicio del trabajo, precipitando así a toda la sociedad en las crisis industriales de sobreproducción que convulsionan el organismo social. Entonces, debido a que hay una plétora de mercancías y escasez de compradores, los talleres se cierran y el hambre azota las poblaciones obreras con su látigo de mil tiras. Los proletarios, embrutecidos por el dogma del trabajo, no comprenden que el sobretrabajo que se infligieron en los tiempos de pretendida prosperidad es la causa de su miseria presente; no corren al granero de trigo y gritan: "¡Tenemos hambre y queremos comer! Cierto, no tenemos ni un centavo pero por más pobres que seamos, sin embargo somos nosotros los que segamos el trigo y recolectamos la uva...". No asedian los almacenes del señor Bonnet, de Jujuriex, el inventor de los conventos industriales y exclaman:"Señor Bonnet, he aquí a sus obreras ovalistas, torcedoras, hilanderas, tejedoras; tiritan bajo sus telas de algodón, que están tan remendadas que perturbarían hasta a un judío y sin embargo, son ellas las que hilaron y tejieron los vestidos de seda de las mujerzuelas de toda la cristiandad. Las pobres, trabajando trece horas por día, no tenían tiempo de pensar en acicalarse; hoy, holgazanean y pueden hacer crujir los vestidos que hicieron. Desde que perdieron sus dientes de leche, se han dedicado a vuestra riqueza y han vivido en la abstinencia; ahora, tienen tiempo libre y quieren gozar un poco de los frutos de su trabajo. Vamos, señor Bonnet, entregue sus vestidos; el señor Harmel proporcionará sus muselinas, el señor Pouyer-Quertier sus telas de algodón, el señor Pinet sus botines para sus queridos piecitos fríos y húmedos. Vestidas de pies a cabeza y vivaces, será un placer contemplarlas. Vamos, nada de tergiversaciones: ¿usted es amigo de la humanidad, verdad? ¿Y cristiano antes que mercader, no? Ponga entonces a disposición de sus obreras la riqueza que ellas le construyeron con la carne de su carne. ¿Usted es amigo del comercio? Facilite la circulación de las mercancías; he aquí a los consumidores todos juntos; ábrales créditos ilimitados. Usted está obligado a dárselo a negociantes que no conoce, que no le han dado nada, ni siquiera un vaso con agua. Sus obreras cumplirán como puedan: si el día del vencimiento, ellas dejan que protesten su firma, usted las declarará en quiebra, y si ellas no tienen nada que pueda ser embargado, usted les exigirá que le paguen con plegarias: ellas lo enviarán al paraíso, mejor que sus ?bolsas negras? [curas] con su nariz llena de tabaco".
En vez de aprovechar los momentos de crisis para una distribución general de los productos y una holganza y regocijo universales, los obreros, muertos de hambre, van a golpearse la cabeza contra las puertas del taller. Con rostros pálidos, cuerpos enflaquecidos, con palabras lastimosas, acometen a los fabricantes: "¡Buen señor Chagot, dulce señor Schneider, dénnos trabajo; no es el hambre sino la pasión del trabajo lo que nos atormenta!". Y estos miserables, que apenas tienen la fuerza como para mantenerse en pie, venden doce y catorce horas de trabajo a un precio dos veces menor que en el momento en que tenían pan sobre la mesa. Y los filántropos de la industria aprovechan la desocupación para fabricar a mejor precio.
Si las crisis industriales siguen a períodos de sobretrabajo tan fatalmente como la noche al día, arrastrando tras ellas el descanso forzado y la miseria sin salida, ellas traen también la bancarrota inexorable. Mientras el fabricante tiene crédito, da rienda suelta al delirio del trabajo, pidiendo más y más dinero para proporcionar la materia prima a los obreros. Hay que producir, sin reflexionar que el mercado se abarrota y que, si sus mercancías no se venden, sus pagarés se vencerán. Aguijoneado, va a implorar al judío, se arroja a sus pies, le ofrece su sangre, su honor."Una pequeña pieza de oro haría mejor mi negocio", responde el Rothschild; "usted tiene 20.000 pares de medias en su tienda; valen veinte monedas de cobre, yo los tomo a cuatro". Obtenidas las medias, el judío las vende a seis u ocho monedas de cobre y se embolsa las inquietas cien monedas de cobre que no le deben nada a nadie: pero el fabricante retrocedió para saltar mejor. Finalmente llega la debacle y las tiendas estallan; se arrojan entonces tantas mercancías por la ventana, que no se sabe cómo entraron por la puerta. El valor de las mercancías destruidas se calcula en centenas de millones; en el siglo XVIII, se las quemaba o se las tiraba al agua[10].
Pero antes de llegar a esta conclusión, los fabricantes recorren el mundo en busca de salida para las mercancías que se amontonan; obligan a su gobierno a anexar el Congo, a apoderarse de Tonkin, a demoler a cañonazos las murallas de la China, para esparcir allí sus telas de algodón. En los siglos pasados, hubo un duelo a muerte entre Francia e Inglaterra para definir quién tendría el privilegio exclusivo de vender en América y en las Indias. Miles de hombres jóvenes y fuertes enrojecieron los mares con su sangre durante las guerras coloniales de los siglos XVI, XVII y XVIII.
Los capitales abundan tanto como las mercancías. Los rentistas ya no saben dónde ubicarlos; van entonces a las naciones felices que se tiran al sol a fumar cigarrillos, para construir líneas férreas, levantar fábricas e importar la maldición del trabajo. Hasta que esta exportación de capitales franceses se termina una mañana por complicaciones diplomáticas; en Egipto, Francia, Inglaterra y Alemania estuvieron a punto de tomarse de los cabellos para saber a qué usureros les pagarían primero; o por las guerras de México, donde se envía a soldados franceses para hacer el trabajo de alguaciles para cobrar las deudas impagas[11].
Estas miserias individuales y sociales, por grandes e innumerables que sean, por eternas que parezcan, desaparecerán como las hienas y los chacales ante la proximidad del león, cuando el proletariado diga: "Yo quiero que terminen". Pero para que tome conciencia de su fuerza, el proletariado debe aplastar con sus pies los prejuicios de la moral cristiana, económica y librepensadora; debe retornar a sus instintos naturales, proclamar los Derechos de la Pereza, mil veces más nobles y más sagrados que los tísicos Derechos del Hombre, proclamados por los abogados metafísicos de la revolución burguesa; que se limite a trabajar no más de tres horas por día, a holgazanear y comer el resto del día y de la noche.
Hasta aquí, mi tarea fue fácil: no tenía más que describir los males reales bien conocidos -lamentablemente- por todos nosotros. Pero convencer al proletariado de que la palabra que se les inoculó es perversa, de que el trabajo desenfrenado al que se entregó desde comienzos del siglo es la calamidad más terrible que haya jamás golpeado a la humanidad, de que el trabajo sólo se convertirá en un condimento de placer de la pereza, un ejercicio benéfico para el organismo humano, una pasión útil para el organismo social en el momento en que sea sabiamente reglamentado y limitado a un máximo de tres horas por día, es una tarea ardua superior a mis fuerzas; sólo los médicos, los higienistas, los economistas comunistas podrían emprenderla. En las páginas que siguen, me limitaré a demostrar que estando dados los medios de producción modernos y su potencia reproductiva ilimitada, hay que debilitar la pasión extravagante de los obreros por el trabajo y obligarlos a consumir las mercancías que producen.

LAS CONSECUENCIAS DE LA SOBREPRODUCCIÓN


Un poeta griego de la época de Cicerón, Antipatros, celebraba así la invención del molino de agua (para la molienda del grano), que iba a emancipar a las mujeres esclavas y a recuperar la edad de oro:
"¡Ahorren la fuerza del brazo que hace girar la piedra del molino, oh molineras, y duerman apaciblemente! ¡Que el gallo les advierta en vano que ya es de día! Dao impuso a las ninfas el trabajo de las esclavas y miren cómo saltan alegremente en el camino y cómo el eje del carro rueda con sus rayos, haciendo girar la pesada piedra rodante. ¡Vivamos la vida de nuestros padres y, ociosos, regocijémonos de los dones que la diosa otorga!"
Lamentablemente el ocio que el poeta pagano anunciaba no llegó; la pasión ciega, perversa y homicida del trabajo transforma la máquina liberadora en un instrumento de servidumbre de los hombres libres: su productividad los empobrece.
Una buena obrera hace con el huso sólo cinco mallas por minuto; algunos telares circulares hacen treinta mil en el mismo tiempo. Cada minuto a máquina equivale entonces a cien horas de trabajo de la obrera; o bien cada minuto de trabajo de la máquina da a la obrera diez días de descanso. Lo que es cierto para la industria del tejido es más o menos cierto para todas las industrias renovadas por la mecánica moderna. ¿Pero qué vemos nosotros? A medida que la máquina se perfecciona y quita el trabajo del hombre con una rapidez y una precisión constantemente crecientes, el obrero, en vez de prolongar su descanso en la misma proporción, redobla su actividad, como si quisiera rivalizar con la máquina. ¡Qué competencia absurda y mortal!
Para que la competencia del hombre y de la máquina se acelerara, los proletarios abolieron las sabias leyes que limitaban el trabajo de los artesanos de las antiguas corporaciones; suprimieron los días feriados[12]. Puesto que los productores de entonces trabajaban sólo cinco días sobre siete, ¿creen pues, tal como dicen los economistas mentirosos, que no vivían más que del aire y del agua fresca? ¡Vamos! Tenían tiempo libre para disfrutar de las alegrías de la tierra, para hacer el amor y divertirse; para hacer banquetes jubilosamente en honor del alegre dios de la Holgazanería. La melancólica Inglaterra, hoy sumida en el protestantismo, se llamaba entonces la "alegre Inglaterra" (Merry England). Rabelais, Quevedo, Cervantes y los autores desconocidos de novelas picarescas, hacen que se nos haga agua la boca con sus pinturas de esas monumentales francachelas[13], con las que se regalaban entonces entre dos batallas y entre dos devastaciones, y en las cuales "se tiraba la casa por la ventana". Jordaens y la escuela flamenca las han plasmado en sus divertidas pinturas. Sublimes estómagos gargantuescos, ¿en qué se han convertido? Sublimes cerebros que abarcaban todo el pensamiento humano, ¿en qué se han convertido? Ahora estamos muy disminuidos y muy degenerados. La carne en mal estadoi, la papa, el vino adulterado y el aguardiente prusiano sabiamente combinados con el trabajo forzado debilitaron nuestros cuerpos y redujeron nuestros espíritus. ¿Y es precisamente cuando el hombre ha achicado su estómago y la máquina ha agrandado su productividad, que los economistas nos predican la teoría malthusiana, la religión de la abstinencia y el dogma del trabajo? Habría que arrancarles la lengua y arrojársela a los perros.
Puesto que la clase obrera, con su buena fe simplista, se dejó adoctrinar; puesto que, con su impetuosidad natural, se precipitó ciegamente en el trabajo y la abstinencia, la clase capitalista se vio condenada a la pereza y al disfrute forzados, a la improductividad y al sobreconsumo. Pero si el sobretrabajo del obrero martiriza su carne y atormenta sus nervios, también es fecundo en dolores para la burguesía.
La abstinencia a la que se condena la clase productiva obliga a los burgueses a dedicarse al sobreconsumo de los productos que ella produce en forma desordenada. Al comienzo de la producción capitalista, hace uno o dos siglos, el burgués era un hombre ordenado, de costumbres razonables y apacibles; se contentaba casi exclusivamente con su mujer; sólo bebía cuando tenía sed y comía cuando tenía hambre. Dejaba a los cortesanos y a las cortesanas las nobles virtudes de la vida libertina. Hoy en día, no hay hijo de cualquier advenedizo que no se crea obligado a desarrollar la prostitución y mercurializar su cuerpo para darle un objetivo al trabajo que se imponen los obreros de las minas de mercurio; no es un burgués que se precie el que no se atraque con capones trufados y con vinos exquisitos para alentar a los ganaderos de La Flèche y a los viñateros de Bordelais. En este trabajo, el organismo se arruina rápidamente: se cae el pelo, los dientes se descarnan, el tronco se deforma, el vientre se hincha, la respiración se altera, los movimientos se hacen más pesados, las articulaciones se anquilosan, las falanges se traban. Otros, demasiado débiles para soportar las fatigas de la vida libertina, pero dotados de la joroba del proudhonismo, consumen sus sesos como los Garnier de la economía política y los Acollas de la filosofía jurídica, elucubrando gruesos libros soporíferos para ocupar el tiempo libre de los tipógrafos e impresores.
Las mujeres de mundo viven una vida de martirio. Para probar y hacer valer las telas maravillosas que las costureras se matan para fabricar, ellas se pasan el día y la noche cambiándose constantemente de vestido; durante horas, entregan su cabeza hueca a los artistas peluqueros que, a toda costa, quieren satisfacer su pasión por edificar postizos. Apretadas dentro de sus corsets, incómodas en sus zapatos, con escotes que hacen enrojecer hasta a un granadero, giran durante noches enteras en sus bailes de caridad a fin de recolectar algunas monedas de cobre para los pobres. ¡Santas almas!
Para cumplir su doble función social de no productor y de sobreconsumidor, el burgués debió no solamente violentar sus gustos modestos, perder sus hábitos laboriosos de hace dos siglos y entregarse al lujo desenfrenado, a las indigestiones trufadas y a libertinajes sifilíticos, sino también sustraer al trabajo productivo una masa enorme de hombres a fin de procurarse ayudantes.
He aquí algunas cifras que prueban cuán colosal es este desperdicio de fuerzas productivas:
"Según el censo de 1861, la población de Inglaterra y del país de Gales comprendía 20.066.224 personas, de las cuales 9.776.259 eran del sexo masculino y 10.289.965, del sexo femenino. Si se restan aquéllos que son demasiado viejos o demasiado jóvenes para trabajar, las mujeres, los adolescentes y los niños improductivos, más las profesiones ideológicas como el gobierno, la policía, el clero, la magistratura, el ejército, los eruditos, artistas, etc., luego las personas exclusivamente dedicadas a comer del trabajo de otros, bajo la forma de renta de la tierra, de intereses, de dividendos, etc., y finalmente, los pobres, los vagabundos, los criminales, etc., quedan aproximadamente ocho millones de individuos de los dos sexos y de todas las edades, incluyendo a los capitalistas ocupados en la producción, el comercio, las finanzas, etc. Entre estos ocho millones, se cuentan:
Trabajadores agrícolas (incluyendo pastores, criados y criadas que habitan en el establecimiento agrícola) 1.098.261;
Obreros de las fábricas de algodón, de lana, de worsted, de lino, de cáñamo, de seda, de encajes y otros 642.607;
Obreros de las minas de carbón y de metal 565.835;
Obreros empleados en las fábricas metalúrgicas (altos hornos, laminados, etc.) y en las manufacturas de metal de todo tipo 396.998;
Clase doméstica 1.208.648
Si sumamos los trabajadores de las fábricas textiles y los de las minas de carbón y de metales, obtenemos la cifra de 1.208.442; si sumamos los primeros y el personal de todas las fábricas y de todas las manufacturas metalúrgicas, tenemos un total de 1.039.605; es decir, en ambos casos un número más pequeño que el de los esclavos domésticos modernos. He aquí el magnífico resultado de la explotación capitalista de las máquinas"[14].
A toda esta clase doméstica, cuya extensión indica el grado alcanzado por la civilización capitalista, debe agregarse la numerosa clase de los infelices dedicados exclusivamente a la satisfacción de los gustos dispendiosos y fútiles de las clases ricas: talladores de diamantes, encajeras, bordadoras, encuadernadores de lujo, costureras de lujo, decoradores de mansiones de placer, etc[15]..
Una vez acurrucada en la pereza absoluta y desmoralizada por el goce forzado, la burguesía, a pesar del mal que le acarreó, se adaptó a su nuevo estilo de vida. Considera con horror todo cambio. La visión de las miserables condiciones de existencia aceptadas con resignación por la clase obrera y de la degradación orgánica engendrada por la pasión depravada por el trabajo aumentaban también su repulsión por toda imposición de trabajo y por toda restricción del goce.
Es precisamente entonces que, sin tener en cuenta la desmoralización que la burguesía se había impuesto como un deber social, a los proletarios se les puso en la cabeza infligir el trabajo a los capitalistas. Los ingenuos tomaron en serio las teorías de los economistas y de los moralistas sobre el trabajo y se empeñaron en imponer la práctica a los capitalistas. El proletariado enarboló la consigna "el que no trabaja, no come"; Lyon, en 1831, se rebeló por 'trabajo o plomo'; las guardias nacionales de marzo de 1871 declararon a su levantamiento la Revolución del Trabajo.
A este arrebato de furor bárbaro, destructor de todo goce y de toda pereza burgueses, los capitalistas no podían responder más que con la represión feroz; pero sabían que, si habían podido reprimir esas explosiones revolucionarias, no habían ahogado en la sangre de sus masacres gigantescas la absurda idea del proletariado de querer imponer el trabajo a las clases ociosas y mantenidas, y es para evitar esta desgracia que se rodean de pretorianos, policías, magistrados y carceleros mantenidos en una improductividad laboriosa. Ya no se puede conservar la ilusión sobre el carácter de los ejércitos modernos. Ellos son mantenidos en forma permanente sólo para reprimir al "enemigo interno"; es así que los fuertes de París y de Lyon no fueron construidos para defender la ciudad contra el extranjero, sino para aplastar una revuelta. Y si fuera necesario un ejemplo irrefutable, podemos mencionar al ejército de Bélgica, ese paraíso del capitalismo; su neutralidad está garantizada por las potencias europeas, y sin embargo su ejército es uno de los más fuertes en proporción a la población. Los gloriosos campos de batalla del valiente ejército belga son las planicies de Borinage y de Charleroi; es en la sangre de los mineros y de los obreros desarmados que los oficiales belgas templan sus espadas y aumentan sus charreteras. Las naciones europeas no tienen ejércitos nacionales, sino ejércitos mercenarios, que protegen a los capitalistas contra la furia popular que quisiera condenarlos a diez horas de trabajo en las minas o en el hilado.
Entonces, al ajustarse el cinturón, la clase obrera desarrolló con exceso el vientre de la burguesía condenada al sobreconsumo.
Para ser aliviada de su penoso trabajo, la burguesía retiró de la clase obrera una masa de hombres muy superior a la que permanece dedicada a la producción útil, y la condenó a su vez a la improductividad y al sobreconsumo. Pero este rebaño de bocas inútiles, a pesar de su voracidad insaciable, no basta para consumir todas las mercancías que los obreros, embrutecidos por el dogma del trabajo, producen como maníacos, sin quererlas consumir y sin siquiera pensar si se encontrará gente para consumirlas.
Ante esta doble locura de los trabajadores -matarse de sobretrabajo y vegetar en la abstinencia-, el gran problema de la producción capitalista ya no es encontrar productores y duplicar sus fuerzas, sino descubrir consumidores, excitar sus apetitos y crearles necesidades artificiales. Puesto que los obreros europeos, tiritando de frío y de hambre, se niegan a vestir los tejidos que producen y a beber los vinos que elaboran, los pobres fabricantes, rápidos como galgos, deben correr a las antípodas para buscar a quien los vestirá y beberá: son las centenas y miles de millones que Europa exporta todos los años, a los cuatro rincones del mundo, a pueblos que no las necesitan[16]. Pero los continentes explorados no son lo suficientemente vastos; se necesitan regiones vírgenes. Los fabricantes de Europa sueñan noche y día con el África, con el lago sahariano, con el ferrocarril de Sudán; siguen con ansiedad los progresos de los Livingstone, de los Stanley, de los Du Chaillu, de los de Brazza; escuchan las historias maravillosas de esos valientes viajeros con la boca abierta. ¡Cuántas maravillas desconocidas encierra el "continente negro"! Los campos están sembrados de dientes de elefante; ríos de aceite de coco arrastran pepitas de oro; millones de culos negros, desnudos como la cara de Dufaure o de Girardin, esperan las telas de algodón para aprender la decencia, las botellas de aguardiente y las biblias para conocer las virtudes de la civilización.
Pero todo es inútil: burgueses que comen en exceso, clase doméstica que supera a la clase productiva, naciones extranjeras y bárbaras que se sacian de mercancías europeas; nada, nada puede llegar a absorber las montañas de productos que se acumulan más altas y más enormes que las pirámides de Egipto: la productividad de los obreros europeos desafía todo consumo, todo despilfarro. Los fabricantes, enloquecidos, no saben ya qué hacer, ya no pueden encontrar la materia prima para satisfacer la pasión desordenada, depravada, de sus obreros por el trabajo. En nuestros departamentos laneros, se destejen los harapos sucios y a medio podrir para hacer paños llamados "de renacimiento", que duran lo que duran las promesas electorales; en Lyon, en vez de dejar a la fibra suave su sencillez y su flexibilidad natural, se la sobrecarga de sales minerales que, al agregarle peso, la vuelven desmenuzable y poco durable. Todos nuestros productos son adulterados para facilitar el flujo y reducir las existencias. Nuestra época será llamada la "edad de la falsificación", como las primeras épocas de la humanidad recibieron los nombres de edad de piedra, edad de bronce, etc., a partir del carácter de su producción. Los ignorantes acusan de fraude a nuestros piadosos industriales, mientras que en realidad el pensamiento que los anima es el de proporcionar trabajo a los obreros, que no pueden resignarse a vivir de brazos cruzados. Si bien esas falsificaciones -cuyo único móvil es un sentimiento humanitario, aunque brindan enormes beneficios a los fabricantes que las practican-, son desastrosas para la calidad de las mercancías y constituyen una fuente inagotable de despilfarro de trabajo humano, prueban el filantrópico ingenio de los burgueses y la horrible perversión de los obreros que, para saciar su vicio de trabajo, obligan a los industriales a ahogar los gritos de su conciencia e incluso violar las leyes de la honestidad comercial.
Y sin embargo, a pesar de la sobreproducción de mercancías, a pesar de las falsificaciones industriales, los obreros invaden el mercado de manera innumerable, implorando: ¡trabajo!, ¡trabajo! Su superabundancia debería obligarlos a refrenar su pasión; por el contrario, la lleva al paroxismo. En cuanto una oportunidad de trabajo se presenta, se arrojan sobre ella; entonces reclaman doce, catorce horas para lograr su saciedad, y la mañana los encontrará nuevamente arrojados a la calle, sin nada para alimentar su vicio. Todos los años, en todas las industrias, la desocupación vuelve con la regularidad de las estaciones. Al sobretrabajo mortal para el organismo le sucede el reposo absoluto, durante dos a cuatro meses; y sin trabajo, no hay comida. Puesto que el vicio del trabajo está diabólicamente arraigado en el corazón de los obreros; puesto que sus exigencias ahogan todos los otros instintos de la naturaleza; puesto que la cantidad de trabajo requerida por la sociedad está forzosamente limitada por el consumo y la abundancia de la materia prima, ¿por qué devorar en seis meses el trabajo de todo el año? ¿Por qué no distribuirlo uniformemente en los doce meses y obligar a todos los obreros a contentarse con seis o cinco horas por día durante todo el año, en vez de indigestarse con doce horas durante seis meses? Seguros de su parte cotidiana de trabajo, los obreros no se celarán más, no se golpearán más para arrancarse el trabajo de las manos y el pan de la boca; entonces, no agotados su cuerpo y su espíritu, comenzarán a practicar las virtudes de la pereza.
Atontados por su vicio, los obreros no han podido elevarse a la comprensión del hecho de que, para tener trabajo para todos, era necesario racionarlo como el agua en un barco a la deriva. Sin embargo, los industriales, en nombre de la explotación capitalista, desde hace tiempo demandaron una limitación legal de la jornada de trabajo. Ante la Comisión de 1860 para la enseñanza profesional, uno de los más grandes manufactureros de Alsacia, el señor Bourcart, de Guebwiller, declaraba:
"Que la jornada de doce horas era excesiva y debía ser reducida a once horas, que se debía suspender el trabajo a las dos del sábado. Aconsejo la adopción de esta medida aunque parezca onerosa a primera vista; la hemos experimentado en nuestros establecimientos industriales desde hace cuatro años y nos encontramos bien, y la producción media, lejos de haber disminuido, aumentó".
En su estudio sobre las máquinas, F. Passy cita la siguiente carta de un gran industrial belga, M. Ottavaere:
"Nuestras máquinas, aunque iguales a las de las hilanderías inglesas, no producen lo que deberían producir y lo que producirían estas mismas máquinas en Inglaterra, aunque las hilanderías trabajan dos horas menos por día. [...] Nosotros trabajamos dos largas horas de más; tengo la convicción de que si no se trabajara más que once horas en vez de trece, tendríamos la misma producción y produciríamos en consecuencia más económicamente".
Por otro lado, el señor Leroy-Beaulieu afirma que "un gran manufacturero belga observa que las semanas en las que cae un día feriado no aportan una producción inferior a la de semanas comunes"[17].
A lo que el pueblo, engañado en su simpleza por los moralistas, no se atrevió jamás, un gobierno aristocrático se atreve. Despreciando las altas consideraciones morales e industriales de los economistas, que, como los pájaros de mal agüero, creían que disminuir en una hora el trabajo en las fábricas era decretar la ruina de la industria inglesa, el gobierno de Inglaterra prohibió por medio de una ley, estrictamente observada, el trabajar más de diez horas por día; y como antes, Inglaterra siguió siendo la primera nación industrial del mundo.
Ahí está la gran experiencia inglesa, ahí está la experiencia de algunos capitalistas inteligentes, que demuestran irrefutablemente que, para potenciar la productividad humana, es necesario reducir las horas de trabajo y multiplicar los días de pago y los feriados; pero el pueblo francés no está convencido. Pero si una miserable reducción de dos horas aumentó en diez años cerca de un tercio la producción inglesa[18], ¿qué marcha vertiginosa imprimirá a la producción francesa una reducción legal de la jornada de trabajo a tres horas? Los obreros no pueden comprender que al fatigarse trabajando, agotan sus fuerzas y las de sus hijos; que, consumidos, llegan antes de tiempo a ser incapaces de todo trabajo; que absorbidos, embrutecidos por un solo vicio, no son más hombres, sino pedazos de hombres; que matan en ellos todas las facultades bellas para no dejar en pie, lujuriosa, más que la locura furibunda del trabajo.
Como los loros de la Arcadia, repiten la lección de los economistas: "Trabajemos, trabajemos para incrementar la riqueza nacional". ¡Idiotas! Es porque ustedes trabajan demasiado que la maquinaria industrial se desarrolla lentamente. Dejen de rebuznar y escuchen a un economista; no es un águila, no es más que el señor L. Reybaud, que hemos tenido la alegría de perder hace algunos meses:
"La revolución en los métodos de trabajo se determina, en general, a partir de las condiciones de la mano de obra. En tanto que la mano de obra brinde sus servicios a bajo precio, se la prodiga; cuando sus servicios se vuelven más costosos, se busca ahorrarla"[19].
Para obligar a los capitalistas a perfeccionar sus máquinas de madera y de hierro, es necesario elevar los salarios y disminuir las horas de trabajo de las máquinas de carne y hueso. ¿Las pruebas que apoyan esto? Se las puede proporcionar por centenares. En la hilandería, el telar intermitente (self acting mule) fue inventado y aplicado en Manchester porque los hilanderos se rehusaron a seguir trabajando tanto tiempo como hasta entonces.
En Estados Unidos, la máquina se extiende a todas las ramas de la producción agrícola, desde la fabricación de manteca hasta la trilla del trigo: ¿por qué? Porque el estadounidense, libre y perezoso, preferiría morir mil veces antes que vivir la vida bovina del campesino francés. La actividad agrícola, tan penosa en nuestra gloriosa Francia, tan rica en cansancio, en el oeste americano es un agradable pasatiempo al aire libre que se hace sentado, fumando negligentemente la pipa.

A UNA NUEVA MELODÍA, UNA NUEVA CANCIÓN


Si al disminuir las horas de trabajo, se conquistan para la producción social nuevas fuerzas mecánicas, al obligar a los obreros a consumir sus productos, se conquistará un inmenso ejército de fuerzas de trabajo. La burguesía, aliviada entonces de la tarea de ser consumidora universal, se apresurará a licenciar la legión de soldados, magistrados, intrigantes, proxenetas, etc., que ha retirado del trabajo útil para ayudarla a consumir y despilfarrar. A partir de entonces el mercado de trabajo estará desbordante; entonces será necesaria una ley férrea para prohibir el trabajo: será imposible encontrar ocupación para esta multitud de ex improductivos, más numerosos que los piojos. Y luego de ellos, habrá que pensar en todos los que proveían a sus necesidades y gustos fútiles y dispendiosos. Cuando no haya más lacayos y generales que galardonar, más prostitutas solteras ni casadas que cubrir de encajes, cañones que perforar, ni más palacios que edificar, habrá que imponer a los obreros y obreras de pasamanería, de encajes, del hierro, de la construcción, por medio de leyes severas, el paseo higiénico en bote y ejercicios coreográficos para el restablecimiento de su salud y el perfeccionamiento de la raza. Desde el momento en que los productos europeos sean consumidos en el lugar de producción y por lo tanto, no sea necesario transportarlos a ninguna parte, será necesario que los marinos, los mozos de cordel y los camioneros se sienten y aprendan a girar los pulgares. Los felices polinesios podrán entonces entregarse al amor libre sin temer los puntapiés de la Venus civilizada y los sermones de la moral europea.
Hay más aún. A fin de encontrar trabajo para todos los improductivos de la sociedad actual, a fin de dejar la maquinaria industrial desarrollarse indefinidamente, la clase obrera deberá, como la burguesía, violentar sus gustos ascéticos, y desarrollar indefinidamente sus capacidades de consumo. En vez de comer por día una o dos onzas de carne dura como el cuero -cuando las come-, comerá sabrosos bifes de una o dos libras; en vez de beber moderadamente un vino malo, más católico que el Papa, beberá bordeaux y borgoña, en grandes y profundas copas, sin bautismo industrial, y dejará el agua a los animales.
Los proletarios han resuelto imponer a los capitalistas diez horas de forja y de refinería; allí está la gran falla, la causa de los antagonismos sociales y de las guerras civiles. Es necesario prohibir el trabajo, no imponerlo. A los Rothschild, a los Say se les permitirá probar haber sido, durante su vida, perfectos holgazanes; y si juran querer continuar viviendo como perfectos holgazanes, a pesar del entusiasmo general por el trabajo, se los anotará y, en sus ayuntamientos respectivos, recibirán todas las mañanas veinte francos para sus pequeños placeres. Los conflictos sociales desaparecerán. Los rentistas, los capitalistas, etc., se unirán al partido popular una vez convencidos de que, lejos de querer hacerles daño, se quiere por el contrario desembarazarlos del trabajo de sobreconsumo y de despilfarro, por el que han estado oprimidos desde su nacimiento. En cuanto a los burgueses incapaces de probar sus títulos de holgazanes, se les dejará seguir sus instintos: existen bastantes oficios desagradables para ubicarlos -Dufaure limpiará las letrinas públicas; Galliffet matará a puñaladas a los cerdos sarnosos y a los caballos hinchados; los miembros de la comisión de gracias, enviados a Poissy, marcarán los bueyes y carneros a ser sacrificados; los senadores serán empleados de pompas fúnebres y enterradores. Para otros, encontraremos oficios al alcance de su inteligencia. Lorgeril y Broglie taparán las botellas de champaña, pero se les cerrará la boca para evitar que se emborrachen; Ferry, Freycinet y Tirard destruirán las chinches y los gusanos de los ministerios y de otros edificios públicos. Será necesario, sin embargo, poner los dineros públicos fuera del alcance de los burgueses, por miedo a sus hábitos adquiridos.
Pero dura y larga venganza se lanzará a los moralistas que han pervertido la naturaleza humana, a los santurrones, a los soplones, a los hipócritas "y otras sectas semejantes de gente que se han disfrazado para engañar al mundo. Porque dando a entender al pueblo común que se ocupan sólo de la contemplación y la devoción, de ayunos y de la maceración de la sensualidad, y que comen sólo para sustentar y alimentar la pequeña fragilidad de su humanidad, por el contrario, se cagan. Curios simulant sed Bacchanalia vivunt[20].
. Se lo puede leer en la letra grande e iluminada de sus rojos morros y vientres asquerosos, a no ser que se perfumen con azufre"[21].
.
En los días de grandes fiestas populares, donde, en vez de tragar el polvo como el 15 de agosto y el 14 de julio burgueses, los comunistas y colectivistas harán correr las botellas, trotar los jamones y volar los vasos, los miembros de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, los curas con traje largo o corto de la iglesia económica, católica, protestante, judía, positivista y librepensadora, los propagadores del malthusianismo y de la moral cristiana, altruista, independiente o sumisa, vestidos de amarillo, sostendrán la vela hasta quemarse los dedos y vivirán hambrientos junto a mujeres galas y mesas llenas de carnes, frutas y flores, y morirán de sed junto a toneles desbordantes. Cuatro veces al año, en el cambio de estación, como los perros de los afiladores de cuchillos, se los encadenará a grandes ruedas y durante diez horas se los condenará a moler el viento. Los abogados y los legistas sufrirán la misma pena.
En el régimen de pereza, para matar el tiempo que nos mata segundo a segundo, habrá espectáculos y representaciones teatrales todo el tiempo; será el trabajo adecuado para nuestros legisladores burgueses. Se los organizará en grupos recorriendo ferias y aldeas, dando representaciones legislativas. Los generales, con botas de montar, el pecho adornado con cordones, medallas, la cruz de la Legión de Honor, irán por las calles y las plazas, reclutando espectadores entre la buena gente. Gambetta y Cassagnac, su compadre, harán el anuncio del espectáculo en la puerta. Cassagnac, con gran traje de matamoros, revolviendo los ojos, retorciéndose el bigote, escupiendo estopa encendida, amenazará a todo el mundo con la pistola de su padre y se precipitará en un agujero cuando se le muestre el retrato de Lullier; Gambetta discurrirá sobre política extranjera, sobre la pequeña Grecia, que lo adoctrina y que encendería a Europa para estafar a Turquía; sobre la gran Rusia que le tiene harto con la compota que promete hacer con Prusia y que anhela conflictos en el oeste de Europa para hacer su negocio en el este y ahogar el nihilismo en el interior; sobre el señor de Bismarck, que ha sido lo bastante bueno como para permitirle pronunciarse sobre la amnistía...; luego, desnudando su gran panza pintada a tres colores, golpeará sobre ella el llamado de atención y enumerará los deliciosos animalitos, los pajaritos, las trufas, los vasos de Margaux y de Yquem que ha engullido para fomentar la agricultura y tener contentos a los electores de Belleville.
En la barraca, se comenzará con la Farsa electoral. Ante los electores, con cabezas de madera y orejas de burro, los candidatos burgueses, vestidos con trajes de payasos, bailarán la danza de las libertades políticas, limpiándose la cara y el trasero con sus programas electorales con múltiples promesas, y hablando con lágrimas en los ojos de las miserias del pueblo y con voz estentórea de las glorias de Francia; y las cabezas de los electores rebuznarán a coro y firmemente: hi ho! hi ho!
Luego comenzará la gran obra: El robo de los bienes de la nación.
La Francia capitalista, enorme hembra, con vello en la cara y pelada en la cabeza, deformada, con las carnes fláccidas, hinchadas, débiles y pálidas, con los ojos apagados, adormilada y bostezando, está tendida sobre un canapé de terciopelo; a sus pies, el capitalismo industrial, gigantesco organismo de hierro, con una máscara simiesca, devora mecánicamente hombres, mujeres y niños, cuyos gritos lúgubres y desgarradores llenan el aire; la banca, con hocico de garduña, cuerpo de hiena y manos de arpía, le roba rápidamente las monedas de cobre del bolsillo. Hordas de miserables proletarios flacos, en harapos, escoltados por gendarmes con el sable desenvainado, perseguidos por las furias que los azotan con los látigos del hambre, llevan a los pies de la Francia capitalista montones de mercancías, toneles de vino, bolsas de oro y de trigo. Langlois, con sus calzones en una mano, el testamento de Proudhon en la otra y el libro del presupuesto entre los dientes, se pone a la cabeza de los defensores de los bienes de la nación y monta guardia. Una vez descargados los fardos, hacen echar a los obreros a golpes de bayoneta y culatazos y abren la puerta a los industriales, a los comerciantes y a los banqueros. Se precipitan sobre la pila en forma desordenada, y devoran las telas de algodón, las bolsas de trigo, los lingotes de oro y vacían los toneles; cuando ya no pueden más, sucios, repugnantes, se hunden en sus inmundicias y sus vómitos...Entonces el trueno retumba, la tierra se mueve y se entreabre, y surge la Fatalidad histórica; con su pie de hierro aplasta las cabezas de los que titubean, se caen y no pueden huir, y con su larga mano derriba la Francia capitalista, estupefacta y aterrorizada.
Si la clase obrera, tras arrancar de su corazón el vicio que la domina y que envilece su naturaleza, se levantara con toda su fuerza, no para reclamar los Derechos del Hombre (que no son más que los derechos de la explotación capitalista), no para reclamar el Derecho al Trabajo (que no es más que el derecho a la miseria), sino para forjar una ley de bronce que prohibiera a todos los hombres trabajar más de tres horas por día, la Tierra, la vieja Tierra, estremecida de alegría, sentiría brincar en ella un nuevo universo...¿Pero cómo pedir a un proletariado corrompido por la moral capitalista que tome una resolución viril?
Como Cristo, doliente personificación de la esclavitud antigua, los hombres, las mujeres y los niños del Proletariado suben penosamente desde hace un siglo por el duro calvario del dolor; desde hace un siglo el trabajo forzado destroza sus huesos, mortifica sus carnes, atormenta sus músculos; desde hace un siglo, el hambre retuerce sus entrañas y alucina sus cerebros...¡Oh, pereza, apiádate de nuestra larga miseria! ¡Oh, Pereza, madre de las artes y de las nobles virtudes, sé el bálsamo de las angustias humanas!

APENDICE


Nuestros moralistas son gentes muy modestas; si bien inventaron el dogma del trabajo, dudan de su eficacia para tranquilizar el alma, regocijar el espíritu y mantener el buen funcionamiento de los riñones y otros órganos; quieren experimentar su uso sobre el pueblo, in anima vili, antes de volverlo contra los capitalistas, cuyos vicios tienen la misión de excusar y autorizar.
Pero, filósofos a cuatro centavos la docena, ¿por qué se exprimen así los sesos para elucubrar una moral cuya práctica no se atreven a aconsejar a sus amos? ¿Quieren que se burlen de vuestro dogma del trabajo, del que tanto se ufanan? ¿Quieren verlo escarnecido? Veamos la historia de los pueblos antiguos y los escritos de sus filósofos y de sus legisladores.
"Yo no sabría afirmar", dice el padre de la historia, Heródoto, "si los griegos han tomado de los egipcios el desprecio hacia el trabajo, porque encuentro el mismo desprecio establecido entre los tracios, los escitas, los persas, los lidios; en una palabra, porque en la mayoría de los pueblos bárbaros, los que aprenden las artes mecánicas, e incluso sus niños, son vistos como los últimos de los ciudadanos...Todos los griegos han sido educados en estos principios, particularmente los lacedemonios"[22].
"En Atenas, los ciudadanos eran verdaderos nobles que no debían ocuparse más que de la defensa y de la administración de la comunidad, como los guerreros salvajes de los cuales provenía su origen. Como debían entonces disponer de todo su tiempo para velar, debido a su fuerza intelectual y corporal, por los intereses de la república, cargaban a los esclavos con todo el trabajo. También entre los lacedemonios, las mismas mujeres no debían hilar ni tejer para no rebajar su nobleza"[23].
Los romanos conocían sólo dos oficios nobles y libres: la agricultura y las armas; todos los ciudadanos vivían por derecho a expensas del Tesoro, sin poder ser obligados a proveerse de su subsistencia por ninguna de las sordidae artes (llamaban así a los oficios) que correspondían por ley a los esclavos. Bruto el antiguo, para sublevar al pueblo, acusó sobre todo a Tarquino, el tirano, de haber convertido a ciudadanos libres en artesanos y albañiles[24].
Los filósofos antiguos discutían sobre el origen de las ideas, pero se ponían de acuerdo si se trataba de aborrecer del trabajo.
"La naturaleza", dice Platón, en su utopía social, en su República modelo, "la naturaleza no ha hecho ni zapateros ni herreros; ocupaciones semejantes degradan a quienes las ejercen, viles mercenarios, miserables sin nombre que son excluidos por su estado mismo de los derechos políticos. En cuanto a los comerciantes acostumbrados a mentir y a engañar, sólo se los soportará en la ciudad como un mal necesario. El ciudadano que se envilezca por el comercio será perseguido por ese delito. Si es convicto, será condenado a un año de prisión. El castigo será doble cada vez que reincida"[25].
En su Económica, Jenofonte escribe:
"Las personas que se entregan a los trabajos manuales no son jamás elevadas en sus cargos, y con mucha razón. La mayoría, condenados a estar sentados todo el día, algunos incluso a soportar el calor de un fuego continuo, no pueden dejar de tener el cuerpo alterado y es muy difícil que el espíritu no se resienta".
"¿Qué puede salir de honorable de una tienda?", dice Cicerón, "¿y qué puede producir de honesto el comercio? Todo lo que tenga que ver con el comercio es indigno de un hombre honesto [...], los comerciantes no pueden obtener ganancias sin mentir, ¿y qué es más vergonzoso que la mentira? Entonces, debe considerarse como bajo y vil el oficio de todos los que venden su trabajo y su industria; porque el que da su trabajo por dinero se vende a sí mismo y se coloca en la categoría de los esclavos"[26].
Proletarios, embrutecidos por el dogma del trabajo, escuchen las palabras de estos filósofos, que se las ocultan con tanto celo: un ciudadano que entrega su trabajo por dinero se degrada a la categoría de los esclavos, comete un crimen, que merece años de prisión.
La hipocresía cristiana y el utilitarismo capitalista no habían pervertido a estos filósofos de las repúblicas antiguas; hablando para hombres libres, expresaban ingenuamente su pensamiento. Platón, Aristóteles, estos grandes pensadores -a los cuales nuestros Cousin, Caro, Simon no les llegan ni a la suela de sus zapatos poniéndose en puntas de pie-, querían que los ciudadanos de sus repúblicas ideales vivieran en el más grande ocio; porque, agregaba Jenofonte, "el trabajo ocupa todo el tiempo y con él no hay ningún tiempo libre para la república y los amigos". Según Plutarco, el gran mérito de Licurgo, "el más sabio de los hombres", para admiración de la posteridad, fue el de haber brindado ocio a los ciudadanos de la república prohibiéndoles todo oficio[27].
Pero, responderán los Bastiat, Dupanloup, Beaulieu y demás defensores de la moral cristiana y capitalista, estos pensadores, estos filósofos preconizaban la esclavitud. Perfecto, pero ¿podía ser de otro modo, dadas las condiciones económicas y políticas de su época? La guerra era el estado normal de las sociedades antiguas; el hombre libre debía consagrar su tiempo a discutir los asuntos del estado y a velar por su defensa; los oficios eran entonces demasiado primitivos y demasiado toscos para que, practicándolos, se pudiera ejercer a la vez el oficio de soldado y de ciudadano; para tener guerreros y ciudadanos, los filósofos y legisladores debían tolerar a los esclavos en las repúblicas heroicas. Pero los moralistas y los economistas del capitalismo ¿no preconizan el trabajo asalariado, la esclavitud moderna? ¿Y a qué hombres la esclavitud capitalista proporciona ocio? A los Rothschild, a los Schneider, a las Madame Boucicaut, inútiles y perjudiciales, esclavos de sus vicios y de sus criados.
"El prejuicio de la esclavitud dominaba el espíritu de Pitágoras y de Aristóteles", ha escrito alguno desdeñosamente; y sin embargo Aristóteles preveía que "si cada herramienta pudiera ejecutar por sí misma su función propia, como las obras maestras de Dédalo se movían por sí mismas, o como los trípodes de Vulcano se ocupaban espontáneamente de su trabajo sagrado; si, por ejemplo, las lanzaderas de los tejedores tejieran por sí mismas, el jefe del taller ya no tendría necesidad de ayudantes, ni el amo de esclavos".
El sueño de Aristóteles es nuestra realidad. Nuestras máquinas con aliento de fuego, con miembros de acero, infatigables, con fecundidad maravillosa e inagotable, desempeñan dócilmente ellas mismas su trabajo sagrado; y sin embargo el genio de los grandes filósofos del capitalismo permanece dominado por el prejuicio del trabajo asalariado, la peor de las esclavitudes. Todavía no comprenden que la máquina es la redentora de la humanidad, el Dios que liberará al hombre de las sordidas artes y del trabajo asalariado, el Dios que le dará el ocio y la libertad.




NOTAS

[1] Descartes, René; Las pasiones del alma.
[2] Doctor Beddoe; Memoirs of the Anthropological Society; Darwin, Charles; Descent of Man.
[3] Los exploradores europeos se detienen sorprendidos ante la belleza física y el aspecto orgulloso de los hombres de los pueblos primitivos, no manchados por lo que Paeppig llamaba el"hálito envenenado de la civilización". Refiriéndose a los aborígenes de las islas de Oceanía, lord George Campbell escribe: "No hay pueblo en el mundo que sorprenda más a primera vista. La piel lisa y de un tono ligeramente cobrizo, los cabellos dorados y ondulados, su bella y alegre figura, en una palabra, toda su persona, formaban un nuevo y espléndido ejemplar del genus homo; su apariencia física daba la impresión de tratarse de una raza superior a la nuestra". Los civilizados de la antigua Roma, los César, los Tácito, contemplaban con la misma admiración a los germanos de las tribus comunistas que invadían el imperio romano. Al igual que Tácito, Salvino, el cura del siglo V que es llamado el maestro de los obispos, ponía como ejemplo a los bárbaros ante los civilizados y los cristianos: "Somos impúdicos entre los bárbaros, que son más castos que nosotros. Más aún, los bárbaros se sienten ofendidos por nuestras impudicias; los godos no sufren el hecho de que haya entre ellos libertinos de su nación; sólo los romanos, por el triste privilegio de su nacionalidad y de su nombre, tienen el derecho de ser impuros. (La pederastia estaba de moda entonces entre los paganos y los cristianos...). Los oprimidos se van con los bárbaros en busca de humanidad y protección". (De Gubernatione Dei). La vieja civilización y el cristianismo naciente corrompieron a los bárbaros del viejo mundo, como el viejo cristianismo y la civilización capitalista corrompen a los salvajes del nuevo mundo.
El señor F. Le Play, cuyo talento para la observación debe reconocerse, así como deben rechazarse sus conclusiones sociológicas, contaminadas de proudhonismo filantrópico y cristiano, dice en su libro Los obreros europeos (1885): "La propensión de los Bachkirs por la pereza [los Bachkirs son pastores seminómades de la ladera asiática de los Urales], los ocios de la vida nómade, los hábitos de meditación que hacen nacer en los individuos mejor dotados, otorgan a menudo a éstos una distinción de maneras, una agudeza de inteligencia que raramente se observa en el mismo nivel social en una civilización más desarrollada...Lo que más les repugna son los trabajos agrícolas; hacen cualquier cosa antes que aceptar el oficio de agricultor". La agricultura es, en efecto, la primera manifestación del trabajo servil que conoció la humanidad. Según la tradición bíblica, el primer criminal, Caín, era un agricultor.
[4] Hay un proverbio español que dice: Descansar es salud.
[5] "Oh Melibea, un dios nos dio esta ociosidad"; Virgilio; Bucólicas. (Ver Apéndice)
[6] Evangelio según San Mateo, capítulo VI.
[7] Discurso pronunciado en la Sociedad Internacional de Estudios Prácticos de Economía Social de París, en mayo de 1863, y publicado en El economista francés de la misma época.
[8] Villermé, L. R.; Descripción del estado físico y moral de los obreros en las fábricas de algodón, de lana y de seda, 1848. Si los Dollfus, los Koechlin y otros fabricantes alsacianos trataban así a sus obreros, no era porque fueran republicanos, patriotas y filántropos protestantes; Blanqui, el académico, Reybaud, el prototipo de Jerome Paturot y Jules Simon, el maestro Juan Político, constataron las mismas amenidades para la clase obrera entre los muy católicos y muy monárquicos fabricantes de Lille y de Lyon. Estas son virtudes capitalistas que se armonizan a las mil maravillas con todas las convicciones políticas y religiosas.
[9] Los indios de las tribus belicosas de Brasil matan a sus enfermos y a sus viejos; testimonian su amistad poniendo fin a una vida que ya no se regocija con los combates, las fiestas y los bailes. Todos los pueblos primitivos han dado a los suyos estas pruebas de afecto: los masagetas del Mar Caspio (Heródoto), así como los Wens de Alemania y los celtas de la Galia. En las iglesias de Suecia, incluso hasta no hace mucho, se conservaban las mazas llamadas mazas familiares, que se utilizaban para librar a los padres de las tristezas de la vejez. ¡Cuán degenerados están los proletarios modernos como para aceptar con paciencia las espantosas miserias del trabajo fabril!
[10] En el Congreso Industrial celebrado en Berlín el 21 de enero de 1879, se estimó en 568 millones de francos las pérdidas sufridas por la industria del hierro alemana durante la última crisis.
[11] La Justicia, de Clemenceau, en su sección financiera, decía el 6 de abril de 1880: "Hemos oído sostener la opinión de que, aun sin Prusia, Francia hubiera perdido de todas maneras los miles de millones que perdió en la guerra de 1870, bajo la forma de empréstitos emitidos periódicamente para equilibrar los presupuestos extranjeros; tal es también nuestra opinión". Se estima en cinco mil millones la pérdida de los capitales ingleses en los empréstitos a América del Sur. Los trabajadores franceses no sólo han producido los cinco mil millones pagados a Bismarck, sino que siguen pagando los intereses de la indemnización de guerra a los Ollivier, a los Girardin, a los Bazaine y otros portadores de títulos de renta que han causado la guerra y la derrota. Sin embargo, les queda un pequeño consuelo: esos miles de millones no ocasionarán ninguna guerra de recuperación.
[12] Bajo el Antiguo Régimen, las leyes de la iglesia garantizaban al trabajador 90 días de descanso (52 domingos y 38 feriados), durante los cuales estaba estrictamente prohibido trabajar. Era el gran crimen del catolicismo, la causa principal de la irreligiosidad de la burguesía industrial y comercial. Bajo la Revolución, cuando ésta se hizo dominante, abolió los días feriados y reemplazó la semana de siete días por la de diez. Liberó a los obreros del yugo de la iglesia para someterlos mejor al yugo del trabajo.
El odio contra los días feriados no apareció hasta que la moderna burguesía industrial y comercial tomó cuerpo, entre los siglos XV y XVI. Enrique IV pidió su reducción al Papa, pero éste se rehusó porque "una de las herejías más corrientes hoy en día es la referida a las fiestas" (carta del cardenal d'Ossat). Pero en 1666, Péréfixe, arzobispo de París, suprimió 17 feriados en su diócesis. El protestantismo, que era la religión cristiana adaptada a las nuevas necesidades industriales y comerciales de la burguesía, fue menos celoso del descanso popular; destronó a los santos del cielo para abolir sus fiestas sobre la tierra.
La reforma religiosa y el libre pensamiento filosófico no eran más que los pretextos que permitieron a la burguesía jesuita y rapaz escamotear al pueblo los días de fiesta.
[13] Esas fiestas pantagruélicas duraban semanas. Don Rodrigo de Lara gana a su novia expulsando a los moros de Calatrava la Vieja, y el Romancero narra que:
Las bodas fueron en Burgos,
Las tornabodas en Salas:
En bodas y tornabodas
Pasaron siete semanas.
Tantas vienen de las gentes,
Que no caben en las plazas...
[en español en el original] Los hombres de esas bodas de siete semanas eran los heroicos soldados de las guerras de independencia.
[14] Marx, Karl; El Capital, libro I, capítulo XV, punto 6.
[15] "La proporción en que la población de un país está empleada como doméstica, al servicio de las clases acomodadas, indica el progreso de ese país en lo que respecta a riqueza nacional y civilización". (Martin, R. M.; Ireland before and after the Union, 1818). Gambetta, que negaba la cuestión social desde que dejó de ser el abogado pobre del Café Procope, quería sin duda hablar de esta clase doméstica en constante crecimiento cuando reclamaba el advenimiento de nuevas clases sociales.
[16] Dos ejemplos: el gobierno inglés, para complacer a los países indios que, a pesar de las hambrunas periódicas que asolan el país, se obstinan en cultivar amapolas en vez de arroz o trigo, ha debido emprender guerras sangrientas a fin de imponer al gobierno chino la libre introducción del opio indio. Los salvajes de la Polinesia, a pesar de la mortalidad que ello trajo como consecuencia, debieron vestirse y embriagarse a la inglesa para consumir los productos de las destilerías de Escocia y de las tejedurías de Manchester.
[17] Leroy-Beaulieu, Paul; La cuestión obrera en el siglo XIV; 1872.
[18] He aquí, según el célebre estadístico R. Giffen, de la Oficina de Estadística de Londres, la progresión creciente de la riqueza nacional de Inglaterra y de Irlanda: en 1814 era de 55 mil millones de francos; en 1865, era de 162,5 mil de millones de francos; en 1875, 212,5 mil millones de francos.
[19] Reybaud, Louis; El algodón: su régimen, sus problemas; 1863.
[20] "Simulan ser Curius y viven como Bacanales" (Juvenal).
[21] Pantagruel, libro II, capítulo LXXIV.
[22] Heródoto; Tomo II de la traducción Larcher, 1876.
[23] Biot; De la abolición de la esclavitud antigua en Occidente; 1840.
[24] Tito Livio; Libro Primero.
[25] Platón; La República, Libro V
[26] Cicerón; Los oficios [De los deberes], I, título II, capítulo XLII.
[27] Platón; La República, V, y Las Leyes, III; Aristóteles; Política, II y VII; Jenofonte; Económica, IV y VI; Plutarco; Vida de Licurgo.



ELOGIO DE LA OCIOSIDAD

Por Bertrand Russell



    Como casi toda mi generación, fui educado en el espíritu del refrán «La ociosidad es la madre de todos los vicios». Niño profundamente virtuoso, creí todo cuanto me dijeron, y adquirí una conciencia que me ha hecho trabajar intensamente hasta el momento actual. Pero, aunque mi conciencia haya controlado mis actos, mis opiniones han experimentado una revolución. Creo que se ha trabajado demasiado en el mundo, que la creencia de que el trabajo es una virtud ha causado enormes daños y que lo que hay que predicar en los países industriales modernos es algo completamente distinto de lo que siempre se ha predicado. Todo el mundo conoce la historia del viajero que vio en Nápoles doce mendigos tumbados al sol (era antes de la época de Mussolini) y ofreció una lira al más perezoso de todos. Once de ellos se levantaron de un salto para reclamarla, así que se la dio al duodécimo. Aquel viajero hacía lo correcto. Pero en los países que no disfrutan del sol mediterráneo, la ociosidad es más difícil y parapromoverla se requeriría una gran propaganda. Espero que, después de leer las páginas que siguen, los dirigentes de la Asociación Cristiana de Jóvenes emprendan una campaña para inducir a los jóvenes a no hacer nada. Si es así, no habré vivido en vano.

   Antes de presentar mis propios argumentos en favor
de la pereza, tengo que refutar uno que no puedo aceptar.
Cada vez que alguien que ya dispone de lo suficiente para
vivir se propone ocuparse en alguna clase de trabajo dia-
rio, como la enseñanza o la mecanografía, se le dice, a él
o a ella, que tal conducta lleva a quitar el pan de la boca
a otras personas, y que, por tanto, es inicua. Si este ar-
gumento fuese válido, bastaría con que todos nos man-
tuviésemos inactivos para tener la boca llena de pan. Lo
que olvida la gente que dice tales cosas es que un hombre
suele gastar lo que gana, y al gastar genera empleo. Al
gastar sus ingresos, un hombre pone tanto pan en las bo-
cas de los demás como les quita al ganar. El verdadero
malvado, desde este punto de vista, es el hombre que aho-
rra. Si se limita a meter sus ahorros en un calcetín, como
el proverbial campesino francés, es obvio que no genera
empleo. Si invierte sus ahorros, la cuestión es menos ob-
via, y se plantean diferentes casos.

    Una de las cosas que con más frecuencia se hacen con
los ahorros es prestarlos a algún gobierno. En vista del
hecho de que el grueso del gasto público de la mayor par-
te de los gobiernos civilizados consiste en el pago de deu-
das de guerras pasadas o en la preparación de guerras
futuras, el hombre que presta su dinero a un gobierno se
halla en la misma situación que el malvado de Shakes-
peare que alquila asesinos. El resultado estricto de los há-
bitos de ahorro del hombre es el incremento de las fuerzas
armadas del estado al que presta sus economías. Resulta
evidente que sería mejor que gastara el dinero, aun
cuando lo gastara en bebida o en juego.

    Pero—se me dirá—el caso es absolutamente distinto
cuando los ahorros se invierten en empresas industriales.
Cuando tales empresas tienen éxito y producen algo útil,
se puede admitir. En nuestros días, sin embargo, nadie
negará que la mayoría de las empresas fracasan. Esto sig-
nifica que una gran cantidad de trabajo humano, que hu-
biera podido dedicarse a producir algo susceptible de ser
disfrutado, se consumió en la fabricación de máquinas
que, una vez construidas, permanecen paradas y no be-
nefician a nadie. Por ende, el hombre que invierte sus aho-
rros en un negocio que quiebra, perjudica a los demás
tanto como a sí mismo. Si gasta su dinero—digamos—
en dar fiestas a sus amigos, éstos se divertirán—cabe es-
perarlo—, al tiempo en que se beneficien todos aquellos
con quienes gastó su dinero, como el carnicero, el pana-
dero y el contrabandista de alcohol. Pero si lo gasta—di-
gamos—en tender rieles para tranvías en un lugar donde
los tranvías resultan innecesarios, habrá desviado un con-
siderable volumen de trabajo por caminos en los que no
dará placer a nadie. Sin embargo, cuando se empobrezca
por el fracaso de su inversión, se le considerará víctima
de una desgracia inmerecida, en tanto que al alegre de-
rrochador, que gastó su dinero filantrópicamente, se le
despreciará como persona alocada y frívola.

   Nada de esto pasa de lo preliminar. Quiero decir, con
toda seriedad, que la fe en las virtudes del TRABAJO está
haciendo mucho daño en el mundo moderno y que el ca-
mino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por una re-
ducción organizada de aquél.

   Ante todo, ¿qué es el trabajo? Hay dos clases de tra-
bajo; la primera: modificar la disposición de la materia
en, o cerca de, la superficie de la tierra, en relación con
otra materia dada; la segunda: mandar a otros que lo ha-
gan. La primera clase de trabajo es desagradable y está
mal pagada; la segunda es agradable y muy bien pagada.
La segunda clase es susceptible de extenderse indefini-
damente: no solamente están los que dan órdenes, sino
también los que dan consejos acerca de qué órdenes deben
darse. Por lo general, dos grupos organizados de hombres
dan simultáneamente dos clases opuestas de consejos; esto
se llama política. Para esta clase de trabajo no se requiere
el conocimiento de los temas acerca de los cuales ha de
darse consejo, sino el conocimiento del arte de hablar y
escribir persuasivamente, es decir, del arte de la propa-
ganda.

   En Europa, aunque no en Norteamérica, hay una ter-
cera clase de hambres, más respetada que cualquiera de
las clases de trabajadores. Hay hombres que, merced a la
propiedad de la tierra, están en condiciones de hacer que
otros paguen por el privilegio de que les consienta existir
y trabajar. Estos terratenientes son gentes ociosas, y por
ello cabría esperar que yo los elogiara. Desgraciadamente,
su ociosidad solamente resulta posible gracias a la labo-
riosidad de otros; en efecto, su deseo de cómoda ociosidad
es la fuente histórica de todo el evangelio del trabajo. Lo
último que podrían desear es que otros siguieran su ejem-
plo.

   Desde el comienzo de la civilización hasta la revolu-
ción industrial, un hombre podía, por lo general, produ-
cir, trabajando duramente, poco más de lo imprescindible
para su propia subsistencia y la de su familia, aun cuando
su mujer trabajara al menos tan duramente como él, y sus
hijos agregaran su trabajo tan pronto como tenían la edad
necesaria para ello. El pequeño excedente sobre lo estric-
tamente necesario no se dejaba en manos de los que lo
producían, sino que se lo apropiaban los guerreros y los
sacerdotes. En tiempos de hambruna no había excedente;
los guerreros y los sacerdotes, sin embargo, seguían re-
servándose tanto como en otros tiempos, con el resultado
de que muchos de los trabajadores morían de hambre.
Este sistema perduró en Rusia hasta 1917, (2) y todavía per-
dura en Oriente; en Inglaterra, a pesar de la revolución
industrial, se mantuvo en plenitud durante las guerras na-
poleónicas y hasta hace cien años, cuando la nueva clase
de los industriales ganó poder. En Norteamérica, el sis-
tema terminó con la revolución, excepto en el Sur, donde
sobrevivió hasta la guerra civil. Un sistema que duró
tanto y que terminó tan recientemente ha dejado, como
es natural, una huella profunda en los pensamientos y las
opiniones de los hombres. Buena parte de lo que damos
por sentado acerca de la conveniencia del trabajo procede
de este sistema, y, al ser preindustrial, no está adaptado
al mundo moderno. La técnica moderna ha hecho posible
que el ocio, dentro de ciertos límites, no sea la prerroga-
t~va de clases privilegiadas poco numerosas, sino un de-
recho equitativamente repartido en toda la comunidad.
La moral del trabajo es la moral de los esclavos, y el
mundo moderno no tiene necesidad de esclavitud.

  Es evidente que, en las comunidades primitivas, los
campesinos, de haber podido decidir, no hubieran entre-
gado el escaso excedente con que subsistían los guerreros
y los sacerdotes, sino que hubiesen producido menos o
consumido más. Al principio, era la fuerza lo que los obli-
gaba a producir y entregar el excedente. Gradualmente,
sin embargo, resultó posible inducir a muchos de ellos a
aceptar una ética según la cual era su deber trabajar in-
tensamente, aunque parte de su trabajo fuera a sostener
a otros, que permanecían ociosos. Por este medio, la com-
pulsión requerida se fue reduciendo y los gastos de go-
bierno disminuyeron. En nuestros días, el noventa y nueve
por ciento de los asalariados británicos se sentirían real-
mente impresionados si se les dijera que el rey no debe
tener ingresos mayores que los de un trabajador. El con-
cepto de deber, en términos históricos, ha sido un medio
utilizado por los poseedores del poder para inducir a los
demás a vivir para el interés de sus amos más que para
su propio interés. Por supuesto, los poseedores del poder
ocultan este hecho aún ante sí mismos, y se las arreglan
para creer que sus intereses son idénticos a los más gran-
des intereses de la humanidad. A veces esto es cierto; los
atenienses propietarios de esclavos, por ejemplo, emplea-
ban parte de su tiempo libre en hacer una contribución
permanente a la civilización, que hubiera sido imposible
bajo un sistema económico justo. El tiempo libre es esen-
cial para la civilización, y, en épocas pasadas, sólo el tra-
bajo de los más hacía posible el tiempo libre de los menos.
Pero el trabajo era valioso, no porque el trabajo en sí fuera
bueno, sino porque el ocio es bueno. Y con la técnica mo-
derna sería posible distribuir justamente el ocio, sin me-
noscabo para la civilización.

   La técnica moderna ha hecho posible reducir enor-
memente la cantidad de trabajo requerida para asegurar
lo imprescindible para la vida de todos. Esto se hizo evi-
dente durante la guerra. En aquel tiempo, todos los hom-
bres de las fuerzas armadas, todos los hombres y todas las
mujeres ocupados en la fabricación de municiones, todos
los hombres y todas las mujeres ocupados en espiar, en
hacer propaganda bélica o en las oficinas del gobierno re-
lacionadas con la guerra, fueron apartados de las ocupa-
ciones productivas. A pesar de ello, el nivel general de
bienestar físico entre los asalariados no especializados de
las naciones aliadas fue más alto que antes y que después.
La significación de este hecho fue encubierta por las fi-
nanzas: los préstamos hacían aparecer las cosas como si
el futuro estuviera alimentando al presente. Pero esto,
desde luego, hubiese sido imposible; un hombre no puede
comerse una rebanada de pan que todavía no existe. La
guerra demostró de modo concluyente que la organización
científica de la producción permite mantener las pobla-
ciones modernas en un considerable bienestar con sólo
una pequeña parte de la capacidad de trabajo del mundo
entero. Si la organización científica, que se había conce-
bido para liberar hombres que lucharan y fabricaran mu-
niciones, se hubiera mantenido al finalizar la guerra, y se
hubiesen reducido a cuatro las horas de trabajo, todo hu-
biera ido bien. En lugar de ello, fue restaurado el antiguo
caos: aquellos cuyo trabajo se necesitaba se vieron obli-
gados a trabajar largas horas, y al resto se le dejó morir
de hambre por falta de empleo. ¿Por qué? Porque el tra-
bajo es un deber, y un hombre no debe recibir salarios
proporcionados a lo que ha producido, sino proporcio-
nados a su virtud, demostrada por su laboriosidad.

   Ésta es la moral del estado esclavista, aplicada en cir-
constancias completamente distintas de aquellas en las
que surgió. No es de extrañar que el resultado haya sido
desastroso. Tomemos un ejemplo. Supongamos que, en
un momento determinado, cierto número de personas tra-
baja en la manufactura de alfileres. Trabajando—diga-
mos—ocho horas por día, hacen tantos alfileres como el
mundo necesita. Alguien inventa un ingenio con el cual
el mismo número de personas puede hacer dos veces el
número de alfileres que hacía antes. Pero el mundo no
necesita duplicar ese número de alfileres: los alfileres son
ya tan baratos, que difícilmente pudiera venderse alguno
más a un precio inferior. En un mundo sensato, todos los
implicados en la fabricación de alfileres pasarían a tra-
bajar cuatro horas en lugar de ocho, y todo lo demás con-
tinuaría como antes. Pero en el mundo real esto se juz-
garía desmoralizador. Los hombres aún trabajan ocho
horas; hay demasiados alfileres; algunos patronos quie-
bran, y la mitad de los hombres anteriormente empleados
en la fabricación de alfileres son despedidos y quedan sin
trabajo. Al final, hay tanto tiempo libre como en el otro
plan, pero la mitad de los hombres están absolutamente
ociosos, mientras la otra mitad sigue trabajando dema-
siado. De este modo, queda asegurado que el inevitable
tiempo libre produzca miseria por todas partes, en lugar
de ser una fuente de felicidad universal. ¿Puede imagi-
narse algo más insensato?

   La idea de que el pobre deba disponer de tiempo libre
siempre ha sido escandalosa para los ricos. En Inglaterra,
a principios del siglo x~x, la jornada normal de trabajo
de un hombre era de quince horas; los niños hacían la
misma jornada algunas veces, y, por lo general, trabaja-
ban doce horas al día. Cuando los entremetidos apunta-
ron que quizá tal cantidad de horas fuese excesiva, les di-
jeron que el trabajo aleja a los adultos de la bebida y a
los niños del mal. Cuando yo era niño, poco después de
que los trabajadores urbanos hubieran adquirido el voto,
fueron establecidas por ley ciertas fiestas públicas, con
gran indignación de las clases altas. Recuerdo haber oído
a una anciana duquesa decir: «¿Para qué quieren las fies-
tas los pobres? Deberían trabajar». Hoy, las gentes son me-
nos francas, pero el sentimiento persiste, y es la fuente de
gran parte de nuestra confusión económica.

   Consideremos por un momento francamente, sin su-
perstición, la ética del trabajo. Todo ser humano, nece-
sariamente, consume en el curso de su vida cierto volumen
del producto del trabajo humano. Aceptando, cosa que
podemos hacer, que el trabajo es, en conjunto, desagra-
dable, resulta injusto que un hombre consuma más de lo
que produce. Por supuesto, puede prestar algún servicio
en lugar de producir artículos de consumo, como en el
caso de un médico, por ejemplo; pero algo ha de aportar
a cambio de su manutención y alojamiento. En esta me-
dida, el deber de trabajar ha de ser admitido; pero sola-
mente en esta medida.

   No insistiré en el hecho de que, en todas las sociedades
modernas, aparte de la URSS, mucha gente elude aun
esta mínima cantidad de trabajo; por ejemplo, todos aque-
llos que heredan dinero y todos aquellos que se casan por
dinero. No creo que el hecho de que se consienta a éstos
permanecer ociosos sea casi tan perjudicial como el hecho
de que se espere de los asalariados que trabajen en exceso
o que mueran de hambre.

   Si el asalariado ordinario trabajase cuatro horas al
día, alcanzaría para todos y no habría paro—dando por
supuesta cierta muy moderada cantidad de organización
sensata—. Esta idea escandaliza a los ricos porque están
convencidos de que el pobre no sabría cómo emplear tanto
tiempo libre. En Norteamérica, los hombres suelen tra-
bajar largas horas, aun cuando ya estén bien situados; es-
tos hombres, naturalmente, se indignan ante la idea del
tiempo libre de los asalariados, excepto bajo la forma del
inflexible castigo del paro; en realidad, les disgusta el ocio
aun para sus hijos. Y, lo que es bastante extraño, mientras
desean que sus hijos trabajen tanto que no les quede
tiempo para civilizarse, no les importa que sus mujeres y
sus hijas no tengan ningún trabajo en absoluto. La esnob
admiración por la inutilidad, que en una sociedad aris-
tocrática abarca a los dos sexos, queda, en una plutocra-
cia, limitada a las mujeres; ello, sin embargo, no la pone
en situación más acorde con el sentido común.

    El sabio empleo del tiempo libre—hemos de admi-
tirlo—es un producto de la civilización y de la educación.
Un hombre que ha trabajado largas horas durante toda
su vida se aburrirá si queda súbitamente ocioso. Pero sin
una cantidad considerable de tiempo libre, un hombre se
ve privado de muchas de las mejores cosas. Y ya no hay
razón alguna para que el grueso de la gente haya de sufrir
tal privación; solamente un necio ascetismo, generalmente
vicario, nos lleva a seguir insistiendo en trabajar en can-
tidades excesivas, ahora que ya no es necesario.

   En el nuevo credo dominante en el gobierno de Rusia,
así como hay mucho muy diferente de la tradicional en-
señanza de Occidente, hay algunas cosas que no han cam-
biado en absoluto. La actitud de las clases gobernantes,
y especialmente de aquellas que dirigen la propaganda
educativa respecto del tema de la dignidad del trabajo, es
casi exactamente la misma que las clases gobernantes de
todo el mundo han predicado siempre a los llamados po-
bres honrados. Laboriosidad, sobriedad, buena voluntad
para trabajar largas horas a cambio de lejanas ventajas,
inclusive sumisión a la autoridad, todo reaparece; por
añadidura, la autoridad todavía representa la voluntad
del Soberano del Universo. Quien, sin embargo, recibe
ahora un nuevo nombre: materialismo dialéctico.

    La victoria del proletariado en Rusia tiene algunos
puntos en común con la victoria de las feministas en al-
gunos otros países. Durante siglos, los hombres han ad-
mitido la superior santidad de las mujeres, y han conso-
lado a las mujeres de su inferioridad afirmando que la san-
tidad es más deseable que el poder. Al final, las feministas
decidieron tener las dos cosas, ya que las precursoras de
entre ellas creían todo lo que los hombres les habían dicho
acerca de lo apetecible de la virtud, pero no lo que les
habían dicho acerca de la inutilidad del poder político.
Una cosa similar ha ocurrido en Rusia por lo que se refiere
al trabajo manual. Durante siglos, los ricos y sus merce-
narios han escrito en elogio del trabajo honrado, han ala-
bado la vida sencilla, han profesado una religión que en-
seña que es mucho más probable que vayan al cielo los
pobres que los ricos y, en general, han tratado de hacer
creer a los trabajadores manuales que hay cierta especial
nobleza en modificar la situación de la materia en el es-
pacio, tal y como los hombres trataron de hacer creer a
las mujeres que obtendrían cierta especial nobleza de su
esclavitud sexual. En Rusia, todas estas enseñanzas
acerca de la excelencia del trabajo manual han sido to-
madas en serio, con el resultado de que el trabajador ma-
nual se ve más honrado que nadie. Se hacen lo que, en
esencia, son llamamientos a la resurrección de la fe, pero
no con los antiguos propósitos: se hacen para asegurar los
trabajadores de choque necesarios para tareas especiales.
El trabajo manual es el ideal que se propone a los jóvenes,
y es la base de toda enseñanza ética.

   En la actualidad, posiblemente, todo ello sea para
bien. Un país grande, lleno de recursos naturales, espera
el desarrollo, y ha de desarrollarse haciendo un uso muy
escaso del crédito. En tales circunstancias, el trabajo duro
es necesario, y cabe suponer que reportará una gran re-
compensa. Pero ¿qué sucederá cuando se alcance el punto
en que todo el mundo pueda vivir cómodamente sin tra-
bajar largas horas?

    En Occidente tenemos varias maneras de tratar este
problema. No aspiramos a la justicia económica; de modo
que una gran proporción del producto total va a parar a
manos de una pequeña minoría de la población, muchos
de cuyos componentes no trabajan en absoluto. Por au-
sencia de todo control centralizado de la producción, fa-
bricamos multitud de cosas que no hacen falta. Mante-
nemos ocioso un alto porcentaje de la población trabaja-
dora, ya que podemos pasarnos sin su trabajo haciendo
trabajar en exceso a los demás. Cuando todos estos mé-
todos demuestran ser inadecuados, tenemos una guerra:
mandamos a un cierto número de personas a fabricar ex-
plosivos de alta potencia y a otro número determinado a
hacerlos estallar, como si fuéramos niños que acabáramos
de descubrir los fuegos artificiales. Con una combinación
de todos estos dispositivos nos las arreglamos, aunque con
dificultad, para mantener viva la noción de que el hombre
medio debe realizar una gran cantidad de duro trabajo
manual.

   En Rusia, debido a una mayor justicia económica y al
control centralizado de la producción, el problema tiene
que resolverse de forma distinta. La solución racional se-
ría, tan pronto como se pudiera asegurar las necesidades
primarias y las comodidades elementales para todos, re-
ducir las horas de trabajo gradualmente, dejando que una
votación popular decidiera, en cada nivel, la preferencia
por más ocio o por más bienes. Pero, habiendo enseñado
la suprema virtud del trabajo intenso, es difícil ver cómo
pueden aspirar las autoridades a un paraíso en el que
haya mucho tiempo libre y poco trabajo. Parece más pro-
bable que encuentren continuamente nuevos proyectos en
nombre de los cuales la ociosidad presente haya de sacri-
ficarse a la productividad futura. Recientemente he leído
acerca de un ingenioso plan propuesto por ingenieros ru-
sos para hacer que el mar Blanco y las costas septentrio-
nales de Siberia se calienten, construyendo un dique a lo
largo del mar de Kara. Un proyecto admirable, pero ca-
paz de posponer el bienestar proletario por toda una ge-
neración, tiempo durante el cual la nobleza del trabajo
sería proclamada en los cam~?os helados y entre las tor-
mentas de nieve del océano Artico. Esto, si sucede, será
el resultado de considerar la virtud del trabajo intenso
como un fin en sí misma, más que como un medio para
alcanzar un estado de cosas en el cual tal trabajo ya no
fuera necesario.

   El hecho es que mover materia de un lado a otro, aún-
que en cierta medida es necesario para nuestra existencia,
no es, bajo ningún concepto, uno de los fines de la vida
humana. Si lo fuera, tendríamos que considerar a cual-
quier bracero superior a Shakespeare. Hemos sido lleva-
dos a conclusiones erradas en esta cuestión por dos cau-
sas. Una es la necesidad de tener contentos a los pobres,
que ha impulsado a los ricos, durante miles de años, a
predicar la dignidad del trabajo, aunque teniendo buen
cuidado de mantenerse indignos a este respecto. La otra
es el nuevo placer del mecanismo, que nos hace deleitar-
nos en los cambios asombrosamente inteligentes que po-
demos producir en la superficie de la tierra. Ninguno de
esos motivos tiene gran atractivo para el que de verdad
trabaja. Si le preguntáis cuál es la que considera la mejor
parte de su vida, no es probable que os responda: «Me
agrada el trabajo físico porque me hace sentir que estoy
dando cumplimiento a la más noble de las tareas del hom-
bre y porque me gusta pensar en lo mucho que el hombre
puede transformar su planeta. Es cierto que mi cuerpo
exige períodos de descanso, que tengo que pasar lo mejor
posible, pero nunca soy tan feliz como cuando llega la ma-
ñana y puedo volver a la labor de la que procede mi con-
tento». Nunca he oído decir estas cosas a los trabajadores.

   Consideran el trabajo como debe ser considerado, como
un medio necesario para ganarse el sustento, y, sea cual
fuere la felicidad que puedan disfrutar, la obtienen en sus
horas de ocio.

    Podrá decirse que, en tanto que un poco de ocio es
agradable, los hombres no sabrían cómo llenar sus días si
solamente trabajaran cuatro horas de las veinticuatro. En
la medida en que ello es cierto en el mundo moderno, es
una condena de nuestra civilización; no hubiese sido
cierto en ningún período anterior. Antes había una ca-
pacidad para la alegría y los juegos que hasta cierto punto
ha sido inhibida por el culto a la eficiencia. El hombre
moderno piensa que todo debería hacerse por alguna ra-
zón determinada, y nunca por sí mismo. Las personas se-
rias, por ejemplo, critican continuamente el hábito de ir
al cine, y nos dicen que induce a los jóvenes al delito. Pero
todo el trabajo necesario para construir un cine es res-
petable, porque es trabajo y porque produce beneficios
económicos. La noción de que las actividades deseables
son aquellas que producen beneficio económico lo ha
puesto todo patas arriba. El carnicero que os provee de
carne y el panadero que os provee de pan son merecedores
de elogio, porque están ganando dinero; pero cuando vo-
sotros disfrutáis del alimento que ellos os han suminis-
trado, no sois más que unos frívolos, a menos que comáis
tan sólo para obtener energías para vuestro trabajo. En
un sentido amplio, se sostiene que ganar dinero es bueno
y gastarlo es malo. Teniendo en cuenta que son dos as-
pectos de una misma transacción, esto es absurdo; del
mismo modo podríamos sostener que las llaves son bue-
nas, pero que los ojos de las cerraduras son malos. Cual-
quiera que sea el mérito que pueda haber en la producción
de bienes, debe derivarse enteramente de la ventaja que
se obtenga consumiéndolos. El individuo, en nuestra so-
ciedad' trabaja por un beneficio, pero el propósito social
de su trabajo radica en el consumo de lo que él produce.

   Este divorcio entre los propósitos individuales y los socia-
les respecto de la producción es lo que hace que a los hom-
bres les resulte tan difícil pensar con claridad en un
mundo en el que la obtención de beneficios es el incentivo
de la industria. Pensamos demasiado en la producción y
demasiado poco en el consumo. Como consecuencia de
ello, concedemos demasiado poca importancia al goce y a
la felicidad sencilla, y no juzgamos la producción por el
placer que da al consumidor.

    Cuando propongo que las horas de trabajo sean re-
ducidas a cuatro, no intento decir que todo el tiempo res-
tante deba necesariamente malgastarse en puras frivoli-
dades. Quiero decir que cuatro horas de trabajo al día
deberían dar derecho a un hombre a los artículos de pri-
mera necesidad y a las comodidades elementales en la
vida, y que el resto de su tiempo debería ser de él para
emplearlo como creyera conveniente. Es una parte esen-
cial de cualquier sistema social de tal especie el que la
educación vaya más allá del punto que generalmente al-
canza en la actualidad y se proponga, en parte, despertar
aficiones que capaciten al hombre para usar con inteli-
gencia su tiempo libre. No pienso especialmente en la
clase de cosas que pudieran considerarse pedantes. Las
danzas campesinas han muerto, excepto en remotas re-
giones rurales, pero los impulsos que dieron lugar a que
se las cultivara deben de existir todavía en la naturaleza
humana. Los placeres de las poblaciones urbanas han lle-
gado a ser en su mayoría pasivos: ver películas, presenciar
partidos de fútbol, escuchar la radio, y así sucesivamente.
Ello resulta del hecho de que sus energías activas se con-
sumen completamente en el trabajo; si tuvieran más
tiempo libre, volverían a divertirse con juegos en los que
hubieran de tomar parte activa.

    En el pasado, había una reducida clase ociosa y una
más numerosa clase trabajadora. La clase ociosa disfru--
taba de ventajas que no se fundaban en la justicia social;
esto la hacía necesariamente opresiva, limitaba sus sim-
patías y la obligaba a inventar teorías que justificasen sus
privilegios. Estos hechos disminuían grandemente su mé-
rito, pero, a pesar de estos inconvenientes, contribuyó a
casi todo lo que llamamos civilización. Cultivó las artes,
descubrió las ciencias; escribió los libros, inventó las fi-
losofías y refinó las relaciones sociales. Aun la liberación
de los oprimidos ha sido, generalmente, iniciada desde
arriba. Sin la clase ociosa, la humanidad nunca hubiese
salido de la barbarie.

    El sistema de una clase ociosa hereditaria sin obliga-
ciones era, sin embargo, extraordinariamente ruinoso. No
se había enseñado a ninguno de los miembros de esta clase
a ser laborioso, y la clase, en conjunto, no era excepcio-
nalmente inteligente. Esta clase podía producir un Dar-
win, pero contra él habrían de señalarse decenas de mi-
llares de hidalgos rurales que jamás pensaron en nada
más inteligente que la caza del zorro y el castigo de los
cazadores furtivos. Actualmente, se supone que las uni-
versidades proporcionan, de un modo más sistemático, lo
que la clase ociosa proporcionaba accidentalmente y como
un subproducto. Esto representa un gran adelanto, pero
tiene ciertos inconvenientes. La vida de universidad es, en
definitiva, tan diferente de la vida en el mundo, que las
personas que viven en un ambiente académico tienden a
desconocer las preocupaciones y los problemas de los
hombres y las mujeres corrientes; por añadidura, sus me-
dios de expresión suelen ser tales, que privan a sus opi-
niones de la influencia que debieran tener sobre el público
en general. Otra desventaja es que en las universidades
los estudios están organizados, y es probable que el hom-
bre al que se le ocurre alguna línea de investigación ori-
ginal se sienta desanimado. Las instituciones académicas,
por tanto, si bien son útiles, no son guardianes adecuados
de los intereses de la civilización en un mundo donde to-
dos los que quedan fuera de sus muros están demasiado
ocupados para atender a propósitos no utilitarios.

    En un mundo donde nadie sea obligado a trabajar más
de cuatro horas al día, toda persona ¿con curiosidad cien-
tífica podrá satisfacerla, y todo pintor podrá pintar sin
morirse de hambre, no importa lo maravillosos que pue-
dan ser sus cuadros. Los escritores jóvenes no se verán
forzados a llamar la atención por medio de sensacionales
chapucerías, hechas con miras a obtener la independencia
económica que se necesita para las obras monumentales,
y para las cuales, cuando por fin llega la oportunidad, ha-
brán perdido el gusto y la capacidad. Los hombres que
en su trabajo profesional se interesen por algún aspecto
de la economía o de la administración, será capaz de de-
sarrollar sus ideas sin el distanciamiento académico, que
suele hacer aparecer carentes de realismo las obras de los
economistas universitarios. Los médicos tendrán tiempo
de aprender acerca de los progresos de la medicina; los
maestros no lucharán desesperadamente para enseñar por
métodos rutinarios cosas que aprendieron en su juventud,
y cuya falsedad puede haber sido demostrada en el in-
tervalo.

    Sobre todo, habrá felicidad y alegría de vivir, en lugar
de nervios gastados, cansancio y dispepsia. El trabajo exi-
gido bastará para hacer del ocio algo delicioso, pero no
para producir agotamiento. Puesto que los hombres no
estarán cansados en su tiempo libre, no querrán sola-
mente distracciones pasivas e insípidas. Es probable que
al menos un uno por ciento dedique el tiempo que no le
consuma su trabajo profesional a tareas de algún interés
público, y, puesto que no dependerá de tales tareas para
ganarse la vida, su originalidad no se verá estorbada y no
habrá necesidad de conformarse a las normas establecidas
por los viejos eruditos. Pero no solamente en estos casos
excepcionales se manifestarán las ventajas del ocio. Los
hombres y las mujeres corrientes, al tener la oportunidad
de una vida feliz, llegarán a ser más bondadosos y menos
inoportunos, y menos inclinados a mirar a los demás con
suspicacia. La afición a la guerra desaparecerá, en parte
por la razón que antecede y en parte porque supone un
largo y duro trabajo para todos. El buen carácter es, de
todas las cualidades morales, la que más necesita el
mundo, y el buen carácter es la consecuencia de la tran-
quilidad y la seguridad, no de una vida de ardua lucha.
I.os métodos de producción modernos nos han dado la
posibilidad de la paz y la seguridad para todos; hemos
elegido, en vez de esto, el exceso de trabajo para unos y
la inanición para otros. Hasta aquí, hemos sido tan acti-
vos como lo éramos antes de que hubiese máquinas; en
esto, hemos sido unos necios, pero no hay razón para se-
guir siendo necios para siempre. (*)
(*) Fuente: Bertrand Russell, Elogio de la Ociosidad. Ed. Edasa, Barcelona, 1986.




Textos sugeridos:


El derecho a la pereza



La Abolición Del Trabajo
por Bob Black


Nadie debería trabajar.
El trabajo es la fuente de casi toda la miseria en el mundo. Casi todos los males que puedas mencionar provienen del trabajo, o de vivir en un mundo diseñado para el trabajo. Para dejar de sufrir, tenemos que dejar de trabajar.


OTRA VERSIÓN DE LA CIGARRA Y LA HORMIGA








Leí ésto y realmente no me pude resistir a postearlo. Desconozco el nombre del autor original:
Había una vez una Hormiguita y una Cigarra que eran muy amigas. Durante todo el verano y el otoño la Hormiguita trabajó sin parar, almacenando comida para el invierno. No aprovechó el sol, la brisa suave del fin de tarde, ni de la charla con amigos, tomando una cervecita después de un día de labor.
Mientras tanto, la Cigarra sólo andaba cantando con los amigos en los bares de la ciudad, no desperdició ni un minuto siquiera, cantó durante todo el otoño, bailó, aprovechó el sol, disfrutó muchísimo sin preocuparse por el mal tiempo que estaba por venir. Pasados unos días, terminó el otoño y empezó el frío, la Hormiguita, exhausta de tanto trabajar se metió en su pobre guarida, repleta hasta el techo de comida.
Entonces, alguien la llamó por su nombre desde afuera y cuando abrió la puerta tuvo una sorpresa mayor, cuando vio a su amiga la Cigarra, conduciendo un poderoso y hermoso Ferrari y con un valioso abrigo de pieles (sintéticas, seamos ecológicos) La Cigarra le dice: Hola amiga! Voy a pasar el invierno en París. ¿Podrías cuidar de mi casita?
La Hormiguita respondió: ¡pero claro! Sin problemas. ¿Pero qué ocurrió? ¿Dónde conseguiste el dinero para ir a París, comprar este Ferrari, y ese abrigo tan bonito y tan caro? Y la Cigarra respondió: imagínate que yo estaba cantando en un bar la semana pasada, y a un productor francés le gustó mi voz. Firmé un contrato para hacer shows en París. A propósito, ¿necesitas algo de allá?
Si, dijo la Hormiguita. Si te encontraras a La Fontaine (autor de la fábula original), dile, de mi parte, ¡que vaya a chingar a su re-puta madre, el gran hijo de la chingada...!
MORALEJA...
Aproveche la vida, aprende a dosificar trabajo y diversión, pues trabajar demasiado, sólo trae beneficios en las fábulas de La Fontaine. Trabaje, pero disfrute de la vida, ella es única.



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RIESGO DE CRÉDITO:
Probabilidad de sufrir una pérdida originada por el incumplimiento de los clientes de las obligaciones contractuales de pago en los términos pactados. Suele estar originado por problemas de iliquidez, solvencia o ausencia  de voluntad de pago.